"No soy un héroe"

R. PÉREZ BARREDO
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Siegfried Meir, el niño judío que sobrevivió a los infiernos de Auschwitz y Mauthausen, donde fue protegido por un deportado burgalés, abre su corazón y su alma

Saturnino Navazo y Siegfried Meir poco después de recuperar la libertad como padre e hijo.

No lloró cuando murió su madre. «Ya no era un ser humano. Olía mal. No sentí pena, esa es la verdad. Y no tengo mala conciencia por ello. Yo era un niño. Estaba rabioso. Y me había acostumbrado al horror y a la muerte». Estremece la ausencia radical de dramatismo que impregnan todas las palabras de Siegfried Meir, como si no hablara de su vida y de sus recuerdos, sino del pasado de otro hombre; alguien que sobrevivió a la experiencia más terrible en el escenario más macabro jamás ideado por un ser racional. Alguien que podría ser una sombra. O quizás un fantasma.

Este octogenario de mirada templada y azul representa una extraña paradoja, un hecho inconcebible: es un niño crecido entre Auschwitz y Mauthausen, campos de exterminio nazis, acaso dos de las industrias de la muerte más eficaces jamás construidas por el hombre a lo largo de los siglos. ¿Cómo es posible que haya podido cumplir tantos años? ¿Cómo puede ser que no terminara sus días convertido en el humo denso y ominoso que vomitaban las chimeneas del horno crematorio? «A mí la muerte no me quiere. Cuando se escapa tantas veces de ella es que pasa algo. Yo lo atribuyo al destino, que ha hecho que me librara. Porque no hay otra explicación. Es pura suerte».

Nacido en el seno de una acomodada familia judía alemana, Meir fue deportado a Auschwitz cuando tenía nueve años. Más tarde, con la libertad recobrada, nadie creería lo que contaba de aquel lugar, de aquel corazón de las tinieblas. Y decidió no volver a hablar de ello. Se propuso olvidar. Hasta ahora, más de media existencia después. Lo cuenta todo es sus memorias: 'Mi resiliencia' (Ediciones B). Ver cada día cómo la gente moría a su lado mientras él resistía le hizo fuerte. Nunca se ha preguntado por qué él no corrió la misma suerte. «Nunca he tenido problemas de culpabilidad. Al contrario, estoy muy orgulloso de haber sobrevivido, de haber podido vivir la vida que he vivido hasta hoy en día. Es más: ésta me ha dado muchas re compensas. No tengo ningún remordimiento. Si mi destino no hubiera sido éste, no estaría aquí para contarlo. Para mí es una satisfacción haber escapado a este trauma y haber podido salir adelante. Pero no soy un héroe».

Apenas conserva recuerdos de su infancia antes de la deportación. Los especialistas siempre le han dicho que se debe a una amnesia voluntaria, común cuando un niño padece un trauma de estas características. «Levanté una barrera para no sufrir». Lo único que permanece en su nebulosa memoria de aquella niñez previa al horror es la figura de un padre obsesionado con la religión que durante el antisemitismo rampante de la Alemania de Hitler solamente le decía: «No nos pasará nada. Somos los elegidos de Dios. Él nos protege».

Pero la realidad terminó llamándose Auschwitz, donde los sentimientos de aquel crío hacia la figura paterna se tornaron drásticamente: «Sentí que me había engañado, que me había mentido. Le culpé por no habernos sacado de Alemania. Sentí una rabia incontrolable hacia él. Esa fue mi reacción. Y creo que, de alguna manera, eso me salvó. Porque me volví tan furioso que no tuve miedo. Aquello forjó mi carácter».

Quizás porque apenas había niños en los campos o por ese azar del que habla, Meir no padeció torturas físicas. Y las humillaciones no hicieron mella en su espíritu rebelde: ni la estrella de David, ni el número tatuado en su piel, ni los insultos socavaron su resistencia. «Las circunstancias quisieron que mi experiencia de la deportación fuese tan diferente a la de los demás. Un niño no analiza, no entiende. Vive todo de una manera distinta a un adulto. Y tiene una capacidad enorme de adaptación en cualquier circunstancia, incluso en una como la que me tocó en suerte». Aquella coraza le ayudó, pero fue consciente del horror que le rodeaba. Un infierno que, por fortuna, ya no coloniza sus pesadillas desde hace muchos años.

Pero lo recuerda todo. Y lo relata con naturalidad, incluso con una frialdad turbadora, que causa verdadera conmoción. «Me acostumbré. Estaba tan familiarizado con la muerte, era algo tan cotidiano... Cuando cada día hay personas que se mueren delante de ti, te alegras de no ser tú. Sé que suena cruel y no me enorgullece decirlo. Cuando falleció mi madre sentí incluso alivio porque ya no era ella, realmente ya estaba muerta». Pero es tajante: «He tenido la facultad de poder olvidar todo lo que me hizo tanto daño», asevera, aunque tenga grabado a fuego todo, también el hedor de la carne humana quemada, «eso es algo que se te queda pegado en la piel. No te puedes librar del recuerdo de aquel olor».

Una luz de esperanza. En aquel desagüe de la Humanidad que fue Auschwitz, Meir lo perdió todo: la infancia, la familia, la dignidad, la fe, la esperanza. Hasta que se produjo, de forma inopinada, su traslado a Mauthausen. Allí resucitó para la vida. Fue en el instante en el que el jefe del campo le puso en manos de un deportado español, un burgalés de Hinojar del Rey llamado Saturnino Navazo. «Me sonrió. ¡Hacía tanto que no veía a nadie sonreír! Confié en él desde el principio. Y pronto descubrí su inmensa bondad». Navazo, que había sido futbolista en España antes de la Guerra Civil, gozaba de cierto estatus en el campo, ya que los alemanes le habían confiado la organización de partidos dentro del siniestro recinto. Gracias a ello, y a su talento con el balón, evitó el trabajo en la cantera, algo que le permitió mantener a raya a la muerte y proteger y cuidar a aquel pequeño ser desvalido y solo, más parecido a una fiera acorralada y temerosa que a una criatura de apenas diez años.

«Toda la rabia que sentía por mi papá biológico se tornó en cariño hacia Navazo. Le elegí como padre». Su voz se dulcifica cuando habla de él. No puede evitar que las palabras que se refieren a su salvador suenen musicales. Cuando los norteamericanos liberaron el campo en mayo de 1945, el pequeño no quiso separarse de aquel ángel de la guarda. De aquel hombre que en un acto de amor y de generosidad sin límites se hizo pasar por su padre para que no los separaran. «Con el tiempo fui consciente de la decisión que tomó. Cómo aceptó la carga que yo representaba para él en ese momento. Un hombre joven, soltero, con toda la vida por delante. Y su figura creció aún más para mí. Navazo ha sido mi héroe, mi Dios».

Convertido en Luis Navazo, Siegfried y su padre adoptivo se instalaron en la localidad francesa de Revel, donde empezaron una nueva vida alejados de la monstruosidad padecida. Navazo se casó y tuvo hijos naturales que convivieron con Meir hasta que éste echó a volar. Su biografía, quién lo diría, ha resultado intensa: fue sastre, cantante, restaurador, diseñador de moda, pintor y escultor. Reside desde hace décadas en Ibiza, donde ve pasar la vida sin miedo ni rencor.

«Mi vida está hecha de renacimientos. De abandono y renacimiento. Una y otra vez. El primero, por pura necesidad de supervivencia. Después, tal vez porque no he sabido ser constante para conservar las cosas, aunque haya sido constante para conquistarlas. Por eso, cada vez que algo se me ha hecho pedazos, he sabido recomenzar; de una manera diferente, pero he vuelto a empezar. A veces me habría gustado poder decidir, pero no siempre ha sido posible. A pesar de ello, no reniego de mi pasado, porque me gusta mi vida. Me gusta cómo ha transcurrido. Me arrebataron mi infancia de forma violenta y  abrupta, privándome de una familia, y de una adolescencia normal, protegida y despreocupada. Pero logré encontrar un objetivo que diera sentido y equilibro a mi existencia. Aunque fuera un objetivo muy difuso. No tenía más obsesión que ser alguien. Y esa obsesión, la obsesión de vivir, me hizo renacer y construir la vida que quería que fuera la mía», confiesa en una estremecedora declaración.

«El mundo es cruel». Le duele contemplar la inhumanidad e insolidaridad que ahora está demostrando Europa con aquellos que huyen de infiernos parecidos al que él sufrió. Algo que no le sorprende. «Nunca he sido optimista. El mundo no ha cambiado. Lo que pasó con el nazismo se ha repetido en Yugoslavia, en África... El ser humano tiene un gen que, desgraciadamente, le impide cambiar. Hasta que no se invente un chip que aniquile la maldad del ser humano, absolutamente nada cambiará. El mundo es cruel, desgraciadamente. Si podemos vivir una vida normal tenemos mucha suerte».

Meir y Navazo no dejaron de verse con frecuencia hasta la muerte del burgalés, acaecida en 1986. Cada palabra sobre su padre adoptivo está llena de amor y gratitud. «Sin él yo hubiese acabado siendo un gánster. Soy lo que soy gracias a él. Me educó con bondad. Jamás me gritó ni me pegó aunque me lo mereciera muchas veces. Pero él tuvo la inteligencia de comprender por qué yo era así. Y tuvo la paciencia y la humanidad para cambiarme. Jamás he conocido a alguien así. Lo dio todo por mí con un enorme coraje. Mi amor por él no dejó de crecer nunca. Le debo todo».

Cada vez que se veían pasaban mucho tiempo juntos, aunque hablaban poco. Disfrutaban haciéndose compañía, paseando, recogiendo los frutos que Navazo sembraba en un pequeño huerto junto a su casa. Dice Meir que si tuviese la ocasión de volver a estar con él, le diría lo mismo que se repitieron durante años entre silencio y silencio, entre miradas cómplices, con la atmósfera única de los temblores innombrables: «¿Te das cuenta? Estamos aquí. Eso le diría. Sólo eso». *Mi resiliencia. Siegfried Meir. Ediciones B. 320 págs. 19 euros. 

* Este artículo fue publicado en la edición impresa de Diario de Burgos el 27 de mazo de 2016