Isabel II y el cabildo catedralicio

ESTHER PARDIÑAS
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La Catedral Guardada (IV) - La seo tuvo una estrecha relación con la reina Isabel de Borbón. Fueron varias las visitas reales y múltiples las muestras de afecto con el trasfondo de las guerras carlistas

Isabel II y el cabildo catedralicio - Foto: Alberto Rodrigo

El 13 de octubre de 1830 Fernando VII disponía en un real decreto que se dieran honores de Príncipe de Asturias, no de princesa,  a la infanta Isabel Luisa, como heredera de su corona y mientras Dios no le concediera un sucesor varón. Desde este momento en la catedral de Burgos transcurrirán las celebraciones y los Te Deum (inevitables y omnipresentes) año tras año por la futura soberana, y en las colaciones de las misas se referirán a ella como Principem, por expresa petición del rey. El 20 de junio de ese mismo año se la jura como heredera y el 11 de noviembre de 1833 se hacía la proclamación de Isabel II  como reina, y la catedral de Burgos se hace eco con la celebración de una misa pontifical y Te Deum cantados, que mandaba organizar con todo lujo de detalles el arzobispo de Burgos, Ignacio Rives Mayor.

Enseguida comienzan las guerras carlistas, desempeñadas por el desencantado Carlos María Isidro tras la muerte de Fernando VII, apenas establecida la regencia de María Cristina dada la minoría de edad de Isabel. Como en la ciudad de Burgos hubo partidarios del pretendiente, incluyendo a una parte del clero de la ciudad y del cabildo catedralicio, la primera medida tomada en estos tiempos convulsos fue que se prestara juramento a la Reina y, la segunda, el tener a varios individuos bajo sospecha permanente e incluso desterrarlos. 

Algunos, todo hay que decirlo, se fueron voluntariamente, hasta que el Gobierno les confiscó sus prebendas y decidieron (o no) volver por ellas, entre los canónigos que se decantaron por el partido de Carlos María Isidro estuvieron Miguel María de Ventades, Ignacio Gómez del Barrio y Francisco José de Ecceiza, y el sochantre Juan Sarasua, condenados al destierro en 1834. Junto a numerosos  capellanes y clérigos de la ciudad, perdieron sus temporalidades y posesiones.

El 21 de mayo de 1834, el arzobispo mandaba promulgar un edicto, en cumplimiento de una orden real, contra todos los miembros de la catedral que se hubieran unido al bando carlista. Aún en 1840 una orden real del 29 de abril conminaba a los ausentes a residir sus prebendas, esto es a cumplir sus obligaciones en la iglesia, o a declararlas vacantes, y a ellos como fugados o incorporados en las filas de los rebeldes y sublevados. Miguel María de Ventades no regresó, aunque, refugiado en Bilbao, solicitó alguna vez el reintegro de su canonjía y en 1840 hizo allí, finalmente, el juramento de fidelidad a la reina. 

Mientras duraron las campañas cada prebendado aportaba el seis por ciento de la prebenda para la consolidación y mantenimiento del trono de Isabel, y el arzobispo, completamente decidido a abrazar su causa, colaboró con 1.000 reales mensuales durante toda la guerra civil. 

Las guerras carlistas. Las guerras carlistas nos dejan en los documentos catedralicios atisbos de lo sucedido y más de una curiosidad: En el año de 1834 el periódico La gaceta comunica- ba la conclusión de la campaña de Portugal y el éxito de Isabel II contra su tío, y se solicitaba el inevitable Te Deum, aunque nada había terminado. Igualmente se entonaba este canto de acción de gracias cada 8 de octubre para agradecer que los insurrectos no hubieran podido apresar en Madrid a la reina y a su hermana la Infanta en los sucesos de la noche del 7 al 8 de octubre de 1834.

Más curiosa resulta la petición de Gaspar González, jefe político de la ciudad de Burgos, que en diciembre de 1836 solicita el uso de los claustros de la catedral como hospital de sangre, por la cercanía a Burgos de una partida de facciosos carlistas y en prevención de un encuentro o ataque a la ciudad. El cabildo no se niega, pero ofrece en su lugar las paneras situadas sobre la capilla de Santa Tecla, para evitar que el frío del claustro dañe a los heridos, y por ser éste lugar de paso a las oficinas y vivienda de criados, evitar desórdenes y el posible robo de la plata que se guardaba en la capilla de los Condestables. No debió de producirse el feroz choque porque no hay más alusiones a este episodio que conozcamos.

En 1839 Carlos María Isidro, el  despechado hermano de Fernando VII, huía a Francia y se daba por terminada la guerra civil. Pocos años después, en cuanto a Isabel II se la declara mayor de edad, con 13 años, cosa que ocurrió en 1 de diciembre de 1843, volvió a oficiarse en la catedral un solemne Te Deum y este mismo día tuvo lugar la ceremonia y el protocolo del juramento de fidelidad, que se había establecido por el Gobierno Civil. Hubo un pequeño desacuerdo entre el poder civil y el eclesiástico por la hora programada para la celebración de la  acción de gracias. El cabildo protestó por la imposición de las 12 de la mañana, arguyendo que le correspondía a él la designación de la hora. Pero fuera como fuere desde el 10 de noviembre de ese año comenzaron las celebraciones por el reinado de Isabel II con repique de campanas e iluminación especial en la catedral conseguida con cientos de lámparas de barro, festejos conmemorativos que se repetirían anualmente. El 19 de marzo de 1844 el cabildo escribe una respetuosa carta a Isabel II declarándose su protector.

La primera vez que Isabel II viene a Burgos lo hace en compañía de su madre y su hermana Luisa Fernanda de Borbón. Su visita estaba prevista para el 9 y 10 de septiembre de 1845 y ya desde agosto comienzan los preparativos para la recepción real que alienta el jefe político de la ciudad Mariano Miñón y López.

Como muestra de respeto, el cabildo de la Catedral dispuso que se entregara a la reina una reliquia de Santa Casilda, e incluso, si procedía, programar una visita al santuario. No hubo tal, pero la reina debió quedar impresionada por la santa por una anécdota que veremos más adelante. Volviendo a la recepción que nos ocupa contaremos que Isabel y sus regias acompañantes fueron recibidas en los cuarteles de Caballería preparados para la ocasión, los que estaban situados a un lado del Espolón, y para los que el Capitán General había pedido adornos a la Catedral, que no pudo prestar todos por necesitarlos para engalanar el templo. También visitaron las Huelgas y la Cartuja el día 13. Queda una detallada descripción de lo acaecido este día, de los obsequios y del baile y serenata ofrecido por los 146 instrumentos de Infantería de la Unión de Caballería de la Reina y Provinciales de Burgos, Orense y Pamplona, que se emplearon a fondo interpretan  un programa de lo más completo: Lucrecia, Tanda de valses, la Marcha Ordenanza y Nabucco. El baile fue ofrecido a todos los asistentes en el propio cuartel la noche del día 13, ya sin la presencia de las ilustres visitantes y para compensar su corta estancia.

Posteriormente fueron los sucesivos embarazos de la Reina los que dieron lugar en la iglesia catedral a las rogativas pro muliere pregnante, a las procesiones, como la habida en mayo de 1862 con la imagen de Nuestra Señora de Oca por las calles de Fernán González y Avellanos hasta San Lorenzo. Letanías a la Virgen, rogativas públicas, todo era poco para favorecer el buen fin del parto real. No olvidemos que la muerte de las parturientas y de los niños en este siglo era algo muy común; de hecho la Reina, experta en estos trances, ya había tenido varios abortos y perdido a alguno de sus hijos en edades muy tempranas. Tanto era así que, con motivo del futuro parto del que sería el infante Francisco de Asís Leopoldo María, en enero de 1866, el cabildo de la catedral, por mediación del arzobispo de Burgos, prestó a la reina las reliquias de San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta, que se habían trasladado del monasterio de Arlanza a la catedral, y que antes del feliz alumbramiento llegaron  a la Corte y se colocaron en una cámara junto a la que ocupaba Isabel (de este tema ya tratamos en otro artículo relacionado con las reliquias) . Una vez que se anunció el feliz nacimiento se solemnizó un Te Deum y misa votiva y las reliquias fueron devueltas a Burgos. El pobre infante, el undécimo y último hijo de Isabel, falleció tres semanas después.

Los partos no fueron el único motivo de conmemoraciones religiosas en la catedral de Burgos. El cabildo estaba invitado todos los años a la corte, especie de recepción o besamanos de moda en este siglo, que celebraba en su casa el regente de la Audiencia Real de Burgos, para conmemorar el cumpleaños de la reina y el de su hermana.

En el año de 1863 Isabel II pedía a la iglesia que suscitara entre los fieles la caridad para los damnificados del terremoto de Manila, posesión territorial con la que todavía contaba España.

Más que visitas oficiales. Fuera de las visitas oficiales, el esbozo incipiente que marcarían los futuros trazados del ferrocarril convirtió la estación de Burgos en otro de los lugares de encuentro con los reyes. El paso del tren real camino de Santander y de los lugares de veraneo de la familia real, como Zarauz, motivaban el festejo, por la parada obligada en esta ciudad, que se traducía en el nombramiento de comisiones, tanto del Ayuntamiento y del cabildo catedralicio, para que acudieran a la estación, la que estaba en la calle Guadalhorce y que hemos conocido todos hasta hace pocos años. La comisión acudía en el rato en el que el tren paraba en la ciudad y se apresuraba a presentar sus respetos a la familia real, que viajaba en el llamado vagón de la familia o tren real con bastante comitiva. En el año de 1865 el tren se detuvo en Burgos casi una hora y media, era el viaje que los reyes hacían a las provincias vascongadas, lo que propició repiques de campanas, cañonazos y besamanos múltiples, y se adorna la estación con los tapices de la iglesia de San Esteban, cedidos para la ocasión. En ocasiones los propios reyes pedían que no se hicieran este tipo de manifestaciones públicas, sobre todo en aquellas ocasiones en las que el tren estacionaba ¡a las tres de la mañana!  O en otra ocasión en la que las infantas regresaron enfermas del veraneo. No obstante el cabildo nunca dejó de nombrar al menos a un par de capitulares que iban a la estación, velis nolis, a pesar de horas tan intempestivas, por si acaso debían presentar sus respetos.

Otra de las visitas importantes que realizó Isabel II a Burgos fue la de los días 14, 15 y 16 de agosto de 1866. Con este motivo se encargó especialmente al fabriquero de la catedral la limpieza de la iglesia. La Reina venía de Santander a visitar expresamente la ciudad, y hubo plegarias los dos días antes y los dos posteriores a su visita. Se dispuso la iluminación de la fachada del Sarmental, sin olvidar las precauciones con el combustible utilizado para este menester. No hay duda de que Isabel II se sintió bien recibida porque poco tiempo después de esta visita libró 60.000 reales para la obra del pavimento de la Catedral, que se estaba renovando con mármol de Génova, y para la escalinata del Sarmental. El cabildo inscribió a la Reina en el libro de Bienhechores.

Y volvemos ahora a la historia de Santa Casilda, parece ser que Isabel II la tuvo especial devoción desde aquella primera visita efectuada con su madre y su hermana, porque en 1867 la infanta María Eulalia de Borbón se recuperó, por intercesión de la santa, de una grave enfermedad que contrajo en Zarauz y Isabel II regaló al santuario un terno blanco en agradecimiento. Tan hermoso debió de ser el terno, que se recibió con su caja en la catedral de Burgos, que pocos años después se acometieron en el santuario obras de reforma que incluían un altar nuevo donde poder lucir las nuevas piezas.

Aunque muchos reyes visitaron la catedral a lo largo de la historia, Isabel II nos deja, quizás, algunas de las páginas más curiosas relacionadas con el templo, en un siglo complicado que no terminaba de entrar en la modernidad.