Un futuro marcado por los jesuitas

S.F.L.
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Tres onienses que aprendieron sus oficios en el Monasterio San Salvador recuerdan sus vivencias en el 1.010 aniversario de la fundación

Museo de Historia Natural. Los religiosos contaban con una amplia colección de exóticas especies animales que investigaba y exponían. - Foto: Estudios Onienses

«Un pueblo dentro de otro pueblo». Así es como recuerdan el monasterio aquellos que desde pequeños estuvieron en contacto con los jesuitas que habitaron en San Salvador de Oña durante casi nueve décadas. Muros adentro del majestuoso complejo que el conde Sancho García fundó en el año 1011, con la villa, se custodiaban verdaderos tesoros a la vez que se desarrollaban importantes proyectos e investigaciones.

La llegada de los miembros de la Compañía de Jesús vino precedida de una serie de sucesos durante la segunda mitad del siglo XIX. Expulsados de España, se trasladaron a Francia, pero poco después se ordenó también su exilio, a la vez que se les ofreció la restitución de nuevo en su país. Por ello, se vieron obligados a buscar emplazamientos para su actividad, entre ellos un centro para desarrollar sus enseñanzas de Teología y Filosofía.

Es en 1880 cuando se encuentran con Oña y con los restos de una antigua abadía, prácticamente condenada a su desaparición. Adquirieron el edificio y fundaron un Colegio Máximo y una Universidad Pontificia. Con su característica vitalidad iniciaron un proceso de restauración que se alargaría durante décadas y que, una vez finalizado, posibilitó al lugar servir de acogida a estudiantes y profesorado.

Marcos Lorenzo, imprentaMarcos Lorenzo, imprenta - Foto: S.F.L.

A la llegada de la II República, los religiosos fueron de nuevo deportados y el cenobio utilizado como ‘Colonia Agrícola para Vagos y Maleantes,‘ un campo experimental en el que se buscaba la reinserción de delincuentes a través del trabajo, especialmente en las huertas del monasterio. Poco duró dicho uso y con el inicio de la Guerra Civil, el municipio quedó en terreno nacional. El destino hizo que San Salvador fuese usado, en esta ocasión, como Hospital de Guerra, aprovechando su cercanía al frente y la existencia del trazado ferroviario. Un decreto de Franco ordenó la devolución de los bienes a los jesuitas, que ocuparon de nuevo el edificio hasta 1967, momento en el que fue vendido por 24 millones de pesetas a la Diputación de Burgos.

Mientras los religiosos permanecieron en la villa condal se multiplicaron sus buenas obras con la población civil, al igual que la herencia por amor a la cultura que sembraron entre los jóvenes.

Todos los niños en edad escolar con inquietudes por el aprendizaje acudían de lunes a viernes a las clases nocturnas que los estudiantes de Teología y Filosofía impartían. Matemáticas, mecanografía, cultura general... todo un lujo para la época. Igualmente, los más capacitados consiguieron hacerse un hueco en las diferentes ofertas de empleo del monasterio.

Manuel Plaza, huerta y vaqueríaManuel Plaza, huerta y vaquería - Foto: S.F.L.

Coincidiendo con el 1.010 aniversario de la fundación de la abadía, DB ha contactado con tres hombres que iniciaron su andadura laboral con los jesuitas. Marcos Lorenzo, en la imprenta, Sidonio García, en la encuadernación y Manolo Plaza, en la vaquería, recuperan experiencias que mantienen extraordinariamente vivas en sus memorias. Hablan de laboratorios, de un Museo de Historia Natural con especies animales tan exóticas como leones o cocodrilos; aulas de estudio, panadería, zapatería, huertas, jardines, un cine y una biblioteca, que fue trasladada pieza a pieza al monasterio burgalés de San Agustín, y que llegó a albergar más de 60.000 volúmenes, entre ellos varias obras del siglo XVI.

Los onienses también recuerdan la importancia del deporte en la vida de los jesuitas. En los terrenos del cenobio se ubicaban pistas de tenis, baloncesto, campos de golf, piscina olímpica y campos de fútbol. Manuel asegura que a diario, mientras pasea por los jardines benedictinos, se le viene a la mente la escena de los religiosos más atrevidos esquiando por la ladera de la Mesa de Oña. Los tres recuerdan con anhelo al padre Beltrán, que organizaba actividades de ocio y viajes, incluso al extranjero. 

Marcos Lorenzo, imprenta: «Editamos un libro en alemán y en chino"»

Sidonio García, encuadernadoraSidonio García, encuadernadora - Foto: S.F.L.

Con tan solo 15 años, Marcos Lorenzo, atraído por las letras y los libros, probó suerte en la imprenta que los jesuitas poseían en el Monasterio. Pese a que las primeras funciones fueron muy elementales, poco a poco se hizo un hueco importante entre los empleados. Por aquel entonces ganaba 24 pesetas y sin apenas darse cuenta acabó realizando trabajos de un tipógrafo impresor.

Los textos que se editaban eran tesis doctorales de filosofía y teología en castellano y en latín, aunque Lorenzo recuerda imprimir uno en alemán y otro en chino. Su inquietud por aprender y desarrollarse hizo que se trasladara a Madrid y Valladolid para continuar con su formación. Sin embargo, acabó por regresar de nuevo a Oña a trabajar junto a su maestro Dori. «Fueron tiempos buenos en los que aprendimos mucho con los jesuitas. Además de ofrecernos la oportunidad de prepararnos en un oficio también nos daban clases por la noche de cultura general y otras disciplinas en el Centro Cultural Nazaret, que por aquel entonces también hacía la función de cine», declara Marcos.

Algunos domingos, el oniense se encargaba de proyectar las películas que, previamente tenía que ver y con tijera en mano deshacerse de las escenas que cuestionaban los valores tradicionales de España por aquel entonces. «Luego los chavales buscaban los trozos de cinta para comprobar qué ocultaban», bromea el editor.

Los comentarios de un posible cierre de la imprenta se hicieron realidad y los empleados tuvieron que ganarse ‘las habichuelas’ en otra parte. Tras idas y venidas, Marcos encontró su sitio en Bilbao, donde pasó por dos imprentas, Loroño y Belgas y, gracias al esfuerzo y la perseverancia, acabó como jefe de sección. Finalmente, finalizó su trayectoria laboral en la Editorial Mensajero, entidad fundada en 1915 por la Compañía de Jesús e integrada en el Grupo de Comunicación Loyola.

«¿Quién me iba a decir que acabaría trabajando en ‘El Bocho’ con ordenadores?», se pregunta con añoranza.

Sidonio García, encuadernación: «Tuvimos mucha suerte al nacer en Oña»

Cincuenta años son los que Sidonio García ha estado vinculado directamente con la encuadernación. Aprendió el oficio en San Salvador y cuando los jesuitas se marcharon del municipio abrió su propio negocio. Comenzó su andadura profesional con tan solo 15 años junto a su hermano Félix, bajo las directrices del religioso Sarasa. Un trabajo delicado que consistía en limpiar, encolar, coser, dejar secar y poner pastas de piel, papel, tela o guaflex en los textos.

García asegura que la experiencia de trabajar para los jesuitas resultó «muy enriquecedora» para él. «Nos transmitieron el amor a la cultura, las letras y a las ganas de querer aprender. Tuvimos mucha suerte al nacer en Oña porque pudimos forjar de alguna manera nuestro futuro». No olvida el momento en que recibió una llamada estando en Losa, el pueblo de su madre, para ofrecerle el empleo. Desde entonces, su vida giró en torno a los libros. Al principio entró como aprendiz pero recibía un pequeño sueldo y una vez se desenvolvió en las labores empezó a tener un sueldo normal. «En mi caso estuve asegurado en la Seguridad Social desde el primer día en que comencé a faenar», explica Sidonio.

Su relación con los religiosos, al igual que la de la mayoría de los niños del pueblo, se inició pronto, en edad infantil,  cuando con el hermano Beltrán se divertían. «Pasábamos dentro del monasterio gran parte del día», declara. En la sala capitular del complejo, visita que se incluye en el recorrido turístico de la iglesia, «nos reuníamos a jugar al parchís o a la ajedrez», recuerda.

En el momento en el que perdió su empleo por la venta del inmueble los jesuitas le propusieron que en vez de indemnizarle podía quedarse con toda la maquinaria, con el fin de facilitarle su nueva andadura. Con el taller de encuadernación ya operativo continuó trabajando para ellos. «Me mandaban los textos desde Deusto, ejecutaba las labores y a posteriori realizaba los envíos». Su hija Irene heredó su pasión por la profesión.

Manuel Plaza, huerta y vaquería: «El 'hamaiketako' no faltaba cada día»

Si hay alguien en la villa condal que se conoce como anillo al dedo los rincones de la abadía y sus jardines ese es sin duda Lolo (Manuel Plaza). A sus 87 años, ni la lluvia, ni el frío ni el sofocante calor impiden que se recorra a diario el terreno en el que durante décadas trabajó. Una enciclopedia abierta que, como voluntario, relata a turistas y vecinos las anécdotas más interesantes vividas con los más de 800 jesuitas que allí habitaban.

Desde niño faenó y poco pudo ir a la escuela con don Tiburcio, el profesor de la época en Oña. Sin embargo, fue de los primeros en apuntarse a las clases nocturnas que impartían los religiosos de 21 a 22 horas y en ellas aprendió a leer y a escribir. Con 11 años se encargaba del mantenimiento de las huertas del monasterio, en las que había grandes plantaciones de frutales, verduras y hortalizas. «Yo regaba y a los obreros les llevaba el agua, el pan y el vino», aclara.

También trabajó en la zapatería, en la cocina, en las cuadras con los cerdos y finalmente en la vaquería, ubicada en la actual Casa del Parque. Su jornada laboral iba de 6 de la mañana a más de las 6 de la tarde y, a pesar de que le obligaba a permanecer en terreno abacial la mayor parte del día, Lolo guarda grandes recuerdos. La mayoría de sus compañero de la vaquería eran vascos y confiesa que el hamaiketako (lo de las diez), un almuerzo típico de País Vasco, «no faltaba cada día».

El lugar donde se formó y creció es ahora su rincón de paz. Con una gran sonrisa en el rostro, que pese a llevar la mascarilla se aprecia, rememora los paseos en barca por el canal que los jesuitas daban a los niños y guarda un especial cariño a los padres López y Solano. «Fueron muy buenas personas con nosotros y a las familias que no andaban bien de ‘perras’ las ayudaban en todo. Regalaban ropa a los pequeños y nos llevaban de excursión para que conociéramos mundo», afirma.

Cuando la orden religiosa vendió el inmueble a la Diputación de Burgos, el hombre se dedicó a trabajar con el ganado de la cooperativa Santa Paulina hasta la edad de jubilación.