El descanso ¿definitivo? del guerrero

RODRIGO PÉREZ BARREDO
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Los escasos restos del Cid que se salvaron del saqueo durante la invasión napoleónica fueron inhumados en la Catedral con gran pompa y boato en julio de 1921

Losa bajo la que descansa el Cid. - Foto: Valdivielso

Tras una salva de quince cañonazos, que atronó justo después de que la enorme losa de granito rojo  sellara la cripta abierta en la nave principal, bajo la impresionante bóveda del crucero, se hizo el silencio. Los escasos -por saqueados y viajeros- restos del Cid, glosado en esas horas como la quintaesencia de la heroica España, iniciaban su camino a la eternidad en un sarcófago cerrado no con las siete llaves que había reclamado el regeneracionista Joaquín Costa, sino con tres. Con sus mejores galas, el monarca Alfonso XIII exhibió un rictus emocionado pero marcial, cual si se sintiera depositario del legado del batallador, e incluso imbuido por el espíritu de aquél. Una mera pose, como se sabe: a mil kilómetros de allí, en un lugar llamado Annual, se estaba certificando uno de los mayores ridículos de la historia militar española. Pero ese es otro cuento.

Estamos en julio de 1921. La ciudad de Burgos celebraba el séptimo centenario de la Catedral. Una efemérides que adquiriría rango de acontecimiento nacional gracias al arzobispo Juan Benlloch, verdadero muñidor de los actos celebrados en aquellos días. Fue este prelado quien tuvo la idea de dar un mayor lustre al asunto a partir de un símbolo secular: el Cid Campeador. Sus restos, o lo que quedaba de ellos tras el saqueo de su tumba en San Pedro de Cardeña por las invasoras tropas napoleónicas, se hallaban depositados en dependencias del Ayuntamiento desde 1842. Al Concejo se dirigió el arzobispo con la petición de los restos del campeón de la gloria no ya de Burgos, ni de Castilla, ni de España, sino del mundo entero con el argumento de darlos cristiana y digna sepultura en la madre de todas las iglesias.

La propuesta fue bien recibida en general, salvo por algún concejal, celoso de la importancia de separar lo civil de lo religioso. Y en los meses siguientes se dispuso la organización del acto de inhumar, bajo el cimborrio del primer templo metropolitano, los restos del que en buena hora nació. Acto proyectado para el día 21, jornada para la que se llamó a rebato a la ciudadanía a través de un bando firmado por el alcalde, Ricardo Díaz-Oyuelos. (...) El Cid Campeador, cuya heroica figura representa el más alto ideal de la patria, ha sido asociado a estas festividades y su majestad el rey Alfonso XIII, demostrando que es el español más amante de las glorias nacionales, viene a esta ciudad con su egregia esposa, María Victoria Eugenia, para presidir los principales actos y rendir soberano tributo de su agusta presencia al traslado de los restos del invicto Caudillo, dando con ello elevada y singular prueba de que Burgos figura como una de las más legítimas glorias de los tiempos pasados, una de las más lisonjeras esperanzas de futuros días.Ante la grande honra, ante la distinción extraordinaria que recibimos con la visita regia (...) espero de vuestra proverbial hidalguía que expreséis la gratitud inmensa que sus majestades merecen dándoles prueba de que el pueblo los aclama, los admira y los quiere y que al verlos en la ciudad desearía que volvieran aquellas gloriosas épocas en que siendo Burgos Corte los reyes en ella tenían su residencia.A esto os invita rogándoos que esos días engalanéis los balcones vuestro alcalde (...).

Colocación de los restos. Tres días antes, el 18 de julio, se llevó a cabo con gran solemnidad la colocación de los restos del Cid y de doña Jimena en una urna de cobre confeccionada en Madrid a la manera de las que se hacían en el siglo XI. El día de marras, a las nueve de la mañana, se dispuso a salir la comitiva, que realizaría un recorrido por el centro de la ciudad antes de llegar a su destino. Cubierto por un tapiz y seguido por un cortejo de lo más engalanado encabezado por el propio monarca, que vestía uniforme de Artillería, el féretro del héroe castellano desfiló con toda la pompa posible: doblaban las campanas, había música de varias bandas (una de ellas procedente de Valencia) interpretando la Marcha Real mientras varios biplanos trazaban en el cielo su particular homenaje al de Vivar. A hombros de cuatro concejales del Ayuntamiento hizo su entrada el cortejo en el Catedral por la puerta de Santa María. Ya en la nave central, con la cripta abierta, se firmó un pergamino con el acta de inhumación, que fue introducido en un tubo posteriormente soldado para que la eternidad no le hiciera mella alguna.

«Acaso mis antecesores don Sancho y don Alfonso VI tuvieron que moderar alguna vez los ímpetus del héroe castellano; pero yo veo en él únicamente al patriota, al luchador famoso, al que formando sus huestes fue el precursor de aquellos soberbios tercios de Flandes que valerosamente batallaron cuando casi no tenían límites los dominios españoles. No veáis en mis palabras ambiciones imperialistas. España no es, ni quiere ser, imperialista. España no siente codicia de bienes ajenos; le basta con el propio solar y con los territorios que legítimamente le corresponden allende el Estrecho. España, que supo realizar sola grandes empresas, aún es lo suficientemente grande para evitar que el extranjero la huelle», proclamaría minutos más tarde el monarca en un discurso que sonaba a justificación respecto de la guerra en Marruecos. A justificación y quién sabe si a también a disculpa: mientras el rey honraba con pomposidad la memoria del Cid, miles de españoles morían como chinches en Annual. 

Un verdadero desastre.