La maldición de los evangelistas

R. Pérez Barredo
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La aristócrata inglesa en cuyo jardín hallaron los sillares de Quintanilla de las Viñas culpaba a estos de sus desgracias, incluida la muerte de su marido, y estaba decidida a tirarlos al Támesis cuando irrumpió el 'Indiana Jones' del arte

Los relieves visigodos, tras su feliz regreso a Burgos. - Foto: Valdivielso

A ella no le gustaron desde el principio esas dos extrañas figuras, pero transigió porque su esposo se había encaprichado de ellas, y al cabo era él quien más atenciones procuraba al hermoso jardín de la mansión familiar. Pero aquellos sillares, aquellos pesados relieves que parecían tan antiguos y que se le antojaban definitivamente raros, no le entraron nunca por los ojos. Quizás fuera por aquella expresión hiératica, acaso por los ojos vacíos de los seres representados, esculpidos en la piedra... Por la razón que fuera, la presencia de aquellas figuras, aunque estuvieran ubicadas en el jardín, le provocaba inquietud, una cierta sensación de desasosiego. Algo difícil de explicar, pero habitual entre las personas que son supersticiosas.

Así que cuando comenzaron a torcerse las cosas, surgiendo problemas de toda índole en el ámbito familiar, culpó a aquellas piedras. Más aún cuando, a los pocos meses, su marido falleció de forma repentina. Más aún cuando supo que el hombre que les había vendido aquellas piedras tampoco se hallaba ya en el mundo de los vivos, que había muerto poco después de haber realizado la transacción. Lo primero que hizo fue colocar los sillares boca abajo para evitar que los rostros en ellos esculpidas la escrutaran noche y día. Y consideró que con ello acabaría el mal fario. No fue así, y entonces tomó la decisión de deshacerse de ella, pensando incluso su destino: las profundidades del Támesis.

Ya se había puesto en contacto con quien se encargaría de llevárselas cuando entró en acción Arthur Brand, el Indiana Jones del arte, quien detuvo aquella operación para que los dos sillares visigodos robados de la iglesia burgalesa de Quintanilla de las Viñas, y que habían terminado en el jardín de una mansión londinense, no acabaran bajo las aguas del río de la capital inglesa. «A ella nunca le gustaron, pero a su marido sí. Supimos que, cuando él murió, ella ordenó poner boca abajo los relieves y colocó plantas por encima. Estaba convencida de que aquellas figuras traían mala suerte. Y eso que no sabían lo que eran, porque las compraron creyendo que eran meros elementos decorativos de jardín», explica Arthur Brand. Cuando la mujer supo por este investigador del arte que se trataba de piezas robadas que pertenecían a una muy antigua iglesia de España, se echó las manos a la cabeza, como confirmando sus presentimientos. «Era muy supersticiosa, estaba segura de que les había traído mala suerte. Mucho más cuando se enteró de que eran piezas religiosas, de que eran las figuras de dos evangelistas. Y encima robadas. Creyó que se le vendría encima el final de su familia, que su estirpe había quedado maldecida para siempre».

Los sillares sustraídos de Quitanilla de las Viñas pueden pasar a engrosar la amplia lista de obras de arte robadas que, supuestamente, han terminando dando mal fario a sus ilícitos propietarios: los responsables del yacimiento de Pompeya llevan años recibiendo fragmentos de la ciudad romana sepultada por el Vesubio que fueron sustraídos por turistas que los devuelven acompañándolos incluso con cartas de arrepentimiento en las que cuentan haber sufrido todo tipo de desgracias tras el robo. Algo muy similar sucede en Gettysburg Park, escenario de la más famosa batalla de la Guerra de Secesión norteamericana. La lista es infinita.

Explica Brand que hubo que convencerla para que no tirara los sillares al Támesis, ya que la aristócrata pensó que nadie creería que los habían adquirido de buena fe cuando se diera la noticia de su aparición. «Logramos convencerla, menos mal, y ahora por fin esas obras de arte están de vuelta en Burgos, de donde nunca debieron salir», apostilla el investigador.