«¿Y si Almanzor perdió el tambor aquí? No es descabellado»

PATRICIA CORRAL PÁRAMO
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Retratos del Burgos olvidado (XXII) | Rodeado de «actores innatos», a Abilio Abad Izquierdo le complace crear cuadros bellos, investigar sobre el pasado, reconocer a ojos que han sido alumnos suyos y patear la Sierra

Abilio Abad Izquierdo, historiador, profesor jubilado y director de 'Los 7 Infantes de Lara'. - Foto: Luis López Araico

Se levanta el telón. Entran en escena tres señoras, de esas que salen a andar como si fueran velocistas, con el pecho por delante para la foto finish. El trío frisa en los 80 años. Falda por debajo de la rodilla, deportivas marca blanca, chaqueta arremangada. Abilio pone la oreja y escucha cómo recitan La vida es sueño de carrerilla. ‘Tú decías: pumpumpum. Y tú contestabas: pumpumpum’. «Son actores innatos», exclama, casi declama, orgulloso de sus vecinos de Castrillo de la Reina.

«En este pueblo siempre ha habido muchísima tradición de teatro, pero mucha», afirma el hombre que desde hace tres décadas canaliza esa vocación de origen desconocido hacia el escenario, con un texto de Lope de Vega que recortó y en el que para encadenar y cuadrar los romances ha colado algunos versos suyos y del que fue su compañero en el claustro de profesores del Mendoza, el carismático Tino Barriuso. Porque la clave de Los Siete Infantes de Lara, lo que engancha, es el texto. «Te agarra», confiesa. 

El texto y los actores. «Yo siempre les digo, quiero que se os entiendan todas las sílabas», apunta antes de levantarse para explicar los fallos de una meteoróloga que da el Tiempo en televisión. «Si la viera Remi le dice: ‘¡esos pies!, parece que se va a trabucar’» y se ríe.Ese Remi del que habla casi con veneración fue durante muchos años el coprotagonista de la obra. Nunca ensayaba la escena del suicidio, la pasaba deprisa, no quería quemarse. Durante la función, «cuando llegaba ese momento, las mujeres que se ocupaban del vestuario venían todas detrás de la tela para ver cómo la hacía, porque cada día la variaba. Pero no le mandaras que en el ensayo pusiera alma; lo ponía todo, pero en la representación», recuerda. Así aprendió que no era cuestión de ensayar. «¡Qué va, esto es innato! Remi, que hacía de Gonzalo Bustos, era vendedor ambulante. «El mejor actor puede ser igual que este, pero mejor no», sentencia.

Antes de ganarse al público de media España, ya tenían tablas sobre el escenario. «Cuando había aquí mucha gente, igual 500 personas, hacíamos una obra al año. ¡Menudos tibilorios montábamos!», recuerda. Abilio empezó casi obligado. «¡Si yo no tenía afición por el teatro!», confiesa. Pero a la fuerza ahorcan. «Entre el cura que había y yo nos movíamos con esto. Y llegó un momento en que hacer una obra al año era imposible. Antes se iba a ensayar porque no había otro sitio donde ir. Ahora estás pendiente, que si no se han levantado, que si han estado de fiesta...». Para nada suena a reproche. 

Le hubiese gustado dedicarse profesionalmente a la dirección escénica solo por la capacidad de crear esos cuadros bellos. «Pero el problema de las relaciones humanas es complicadísimo. Tiene que ser muy difícil, sobre todo cuando topas con gente que son genios en esto. Cada uno tiene su amor propio», afirma en referencia a los actores profesionales, pero también a su elenco de estrellas. «Que esto no se haya roto, que no se hayan ido.... Es un milagro», reconoce.

Pese a que este año tendrían que haber celebrado el 30 aniversario, la pandemia les ha pillado todavía creciendo. «Hemos ido muy despacio, tan despacio que todavía no hemos terminado», apunta. «Sí me ha frustrado un poco lo del año pasado. Tenía pensadas algunas cosas nuevas, quiero meter música y cantar a viva voz Creo que si hay otra edición, lo voy a hacer», exclama. Y aún tiene más cuentas pendientes.«Todavía no he conseguido vestir como yo quiero a Almanzor, no aciertan», se queja.

Mientras, persigue como historiador la verdad sobre la última aceifa del mítico guerrero andalusí. «El mayor arabista que ha habido en España», Reinhart Dozy, habla de esa incursión militar y la sitúa en la localidad riojana de Canales, en el valle del Pedroso y un monasterio que para el holandés es San Millán de la Cogolla. «¡Pero vamos a ver!», se lleva las manos a la cabeza. «50 kilómetros por un desfiladero, que tienen que ir de uno en uno, con un ejército de 20 o 25.000 tíos» no hay realidad que lo soporte, opina Abad, para quien «no es descabellado» que Almanzor pudiera perder el tambor en tierras serranas y que ese cenobio fuera el de San Cristóforo de Vallejimeno o el de San Pedro de Arlanza. 

Opina que «la historiografía está a falta de un análisis serio», en parte por culpa de la falta de autoestima patria. «En este país hemos despreciado tanto lo nuestro...». En su escritorio y en su cabeza se entrecruzan las investigaciones. Almanzor, aquellos monasterios, el de Alveinte...Confluyen todas en la de Ledanías, una organización territorial propia de la comarca, en la que trabaja desde el 78. Con 500 páginas -«más de la mitad es documentación», aclara-, la da por terminada y espera su publicación. 

Resulta tan interesante como agotador seguir la conversación de este docto hombre, de «habla propincua», que dice él que se aplica a quien habla mucho, pues salta de Almanzor a las Ledanías y de Lope a Posteguillo a ritmo infernal y pone a prueba la memoria de esta que fue su alumna de Filosofía hace 30 años con una «de las metáforas más bellas que para mí he sentido en la Literatura», la de los besos callados al vaso de vino de El Lazarillo de Tormes. No hay tales en esta conversación salpicada de cierta nostalgia y presidida por la idea de que estamos condenados a perseguir la belleza siempre y no poseerla nunca, como recuerda Abad que leyó a Cesare Pavese. Tampoco se le olvidan algunos de los miles de adolescentes que han pasado por sus clases.«Esos ojos han sido alumnos míos», recuerda que dijo al cruzarse hace unos años con dos exalumnas. Y más que hablar recita, imponente como cuando se subía a la tarima de las viejas aulas del instituto.  «A veces aprendes más, no de joven, sino cuando eres capaz de tener una visión, con la experiencia. Eso no lo tenía cuando daba clases. ¡Las salvajadas que entonces decía yo! Pero también es importante, cambias porque eres capaz de analizar», reflexiona.

De planta quijotesca, a sus 76 años se mantiene fibroso. La fórmula: «Monte y sierra, sierra y monte. Cuando vas con gente joven, pues vas boqueando», asume. Trotando por esas cumbres también va en busca de la belleza. Una búsqueda que siempre deja «ese rictus amargo que tiene el placer estético. Te topas con la belleza pero ahí se queda», recalca para recordar que ese fue su tema en las oposiciones de Filosofía, el placer estético, con una reflexión que incluso sacó del sopor a un miembro del tribunal. «En el Pico Urbión me ocurrió lo siguiente, empecé, y el otro se despertó. Había nubes, un sol especial, la parte que mira al norte, a las Viniegras, desde Regumiel, y con quien iba, un hombre sin ninguna cultura, dijo: ¡Qué belleza, qué belleza, pero se queda aquí!», evoca. 

Porque Abilio se crio en estas sierras. «Nuestra generación hemos pasado del Neolítico a la postindustrialización. Y no va a haber otra. Yo nací en el 45, era prácticamente una economía de subsistencia, el arado romano, 40 ovejas, 10 hectáreas para hacerlo todo a mano y de comercio nada. Autarquía pura, trabajabas para comer. ¿Soluciones? O para estudiar, a los frailes, al seminario, o a las ovejas...».Huelga decir que Abad acabó con los dominicos. ¿Iba para fraile? «Llegó un momento en que tampoco sabía muy bien por qué si o por qué no. Al final fue que no, pero el problema era el de siempre, sobrevivir. Echar la vista atrás tampoco tiene sentido, no hay que criticar ni que arrepentirse», porque «en la vida tampoco a veces se puede escoger.  ¿Qué otras posibilidades hubieras tenido aquí? Éramos más felices, sí, pero la vida era durísima», advierte, pues como Lázaro, la cuestión era poder comer un día más. Por ello, los movimientos que ahora hablan de despoblación «me parecen un poco infantiles.Dicen que han vaciado España, pero no, nos hemos ido nosotros», concluye. 

Cuando quiso ir a Roma a estudiar, porque en España no le convalidaban nada, escribió una carta en latín encima de un trillo al decano de la Universidad de los dominicos. «Nos contestó en castellano, porque era de Caleruega». Ocurre pues, que uno va en busca de la belleza y se topa con un burgalés, en cualquier rincón del mundo.