Saca la bota, María

A.S.R
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Jorge y Rocío Domingo son la cuarta generación de una familia botera dedicada desde 1870 a un oficio que ellos siguen realizando tal y como lo conocieron

Jorge y Rocío Domingo, en su taller de la calle San Cosme, rodeados de botas de vino, últimos artesanos de un producto típico burgalés que exportan a cualquier parte del mundo. - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

El tiempo se ha detenido en el número 15 de la calle San Cosme. Abrir la puerta de la botería Domingo es adentrarse en un mundo que ya no existe, una forma de vida que desapareció hace mucho, pero que continúa latiendo en ese interior en el que la máquina más sofisticada es un sencillo ordenador. Y, sin embargo, sus actuales moradores son jóvenes del siglo XXI que han insuflado vida a un producto típico presente más allá del célebre villancico que anima estas fechas. Jorge y Rocío Domingo llevan las riendas de este negocio desde que se jubiló su padre, Valentín, hace 20 años y son la cuarta generación de una familia de boteros que hunde sus raíces en 1870. 

Todo empezó hace 150 años (puede que más, pero no tienen ningún documento que lo certifique) con el bisabuelo, Julián Domingo. Siguió sus pasos su hijo Valentín. Entonces trabajaban sobre todo los pellejos. La tradición comenzaba a cuajar. Tres de sus vástagos adoptaron el oficio: Esteban, Luis y Valentín. Ellos son Los tres D. D. D. El fuego que lleva el nombre de Burgos a todo el mundo. 

Jorge y Rocío aún se recuerdan de niños correteando por el anterior taller, a pocos metros del actual, en la calle Hospital Militar, donde, además, vivía su abuela. Por allí pasaban muchas tardes después del colegio. La plaza de Vega, por su cercanía al río, acogía a este gremio. Entonces, numeroso. Hoy, con ellos como únicos representantes. Se ríen al señalar una foto en blanco y negro en la que se les ve de niños empinando la bota. Tienen muy presente de dónde vienen. Un rincón del taller con un puñado de viejas fotografías recuerda a sus predecesores -han llegado a contar hasta 14 boteros en la familia sumando la rama de su abuela, que también lo eran-. 

A San Cosme se trasladaron hace 40 años. «Ya éramos más mayores y ya sí hacíamos algo. Si no era poner unos cordones, era hacer unos nudos. Eran tonterías, pero vas entrando», rememora Rocío y apunta Jorge que en verano, cuando sus padres se iban unos días porque cantaban en una coral, se quedaban ellos al mando. «Abrías el taller, cogías el teléfono y tomabas los pedidos. También vendías alguna, pero aún no las hacíamos». 

Cuando sus tíos se jubilaron y su padre, el más pequeño, se quedó solo... Sí o sí los necesitaba. «El oficio para una persona sola es complicado». Hasta hoy. Y lo que te rondaré. 

Aman lo que hacen. No quieren que se pierda y, por eso, cuando el curtidor de Covarrubias que les preparaba las pieles se jubiló hace dos años, ellos aprendieron otro oficio para sacar adelante el suyo. 

Los hermanos Domingo siguen cosiendo botas como vieron a hacer a sus antepasados. Eso no ha cambiado. ¡Hasta continúan tirando del hueso de cordero en el que ovillaba el hilo su abuelo para coser la boquilla! «Hacer botas es lo que es. Es sota, caballo y rey. La piel no da para más». La única mecanización que han introducido son tres máquinas de coser y una prensa para cortar que les ofreció un comerciante. Aunque, ojo, matizan y sonríen, antes que otra cosa llegó el ordenador. Las cuentas las llevaba Rocío. Primero, a mano, como le había enseñado su tío Luis. Al final, el siglo XXI se impuso. 

Y lo hizo también a la hora de comercializar el producto. He ahí la gran revolución de la botería Domingo. Los tres D. D. D. han dado la vuelta al mundo a través de su tienda virtual -incluso recibieron un premio por ella en el año 2007-. 

Un mapamundi, en otro de los rincones que sorprenden, da cuenta de los recónditos lugares a los que ha llegado una bota made in Burgos. A los que se acercan en persona los hacen firmar señalando su lugar de origen (no cabe una más, desde Sudamérica a Australia pasando por Europa y Asia) y otros les envían sus fotos tirando de bota en variopintos destinos como el militar que se echó un trago a su salud desde la Antártida y luego encargó una remesa para sus 13 compañeros; la que voló hasta Islandia en la mochila del escritor y pintor Ali de Unzaga; el que se la brindó al Conde Drácula en su palacio de Transilvania... o la primera, que llegó con matasellos de Indonesia. Ha tenido igualmente su momento de cine, como atrezo en la película Los últimos días en el desierto, y de pasarela, pues Amaya Arzuaga la encargó como obsequio a la prensa en uno de sus desfiles en París. 

Cada paso en el taller es una historia (o muchas). La pared negra del agua que salta, los carteles de corridas de toros, la tijerota gorda del tío Esteban, el antiguo patio de las monjas donde se secan al sol las botas... Un escenario mágico donde hasta el gel hidroalcohólico se suma a la aventura.