Un cuento cálido de otoño

A.S.R
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Las castañeras vuelven y pintan las calles de la ciudad de una ansiada normalidad que atrae a público de todos los perfiles movido por la nostalgia y, sobre todo, por el simple capricho

Idoia Pelarda, navarra que llegó a Burgos en enero tras 22 años en Soria, trabaja habitualmente en hostelería y se ha reciclado obligada por la pandemia. - Foto: Luis López Araico

Cuando el sol desaparece del cielo burgalés, el frío coge carrerilla y se pone en primera línea. Algunas tardes, pocas hasta el momento, sube la solapa del abrigo y apremia a los pies para llegar cuanto antes a casa. Y, de repente, un punto de luz o un ligero olor de otro tiempo detiene ese paso acelerado y conduce al caminante hasta una de las castañeras que irrumpe en la calle para poner calor a un otoño desangelado, y no por las bajas temperaturas, que aún apenas han dicho esta boca es mía.

Ese cucurucho de castañas asadas es gloria bendita para pequeños y grandes. Despierta una sonrisa en Valentina, una niña de cuatro años feliz con su bolsita entre las manos, y aviva los recuerdos en Julia, Conchita y Tere, tres amigas ya maduritas que ese día, sin saber por qué, se paran frente al Arco de Santa María a por una docena, se echan unas risas con la castañera y hasta le sacan tres de propina. 

El perfil es variopinto entre el público. También entre quienes asan con paciencia esos frutos de temporada. Idoia Pelarda, que atiende el puesto junto al Arco de San Juan, uno de los cuatro que pone la empresa El Castañero, con extensiones en otras ciudades, es una recién llegada al oficio. Apenas lleva un mes con la espumadera en la mano. Mientras que Marisol García, apostada en El Espolón, es la tercera generación de una familia de castañeros que se remonta al año 1944. La tradición convierte en castañera a Marisol hasta después de Navidad y la pandemia inviste a Idoia.

Marisol aprendió el oficio de su madre, Soledad, y esta de su padre, Pablo, que tuvieron su puesto en la esquina del Gran Teatro, en la plaza de Vega o en los soportales de Antón. Ella cogió las riendas en 2003 y tiene tablas. Mueve con soltura la paleta para que bailen las castañas mientras se asan y trata con alegría, naturalidad y cercanía a la clientela sin llegar a empalagar. 

«Cuando lo has vivido de siempre, te gusta», señala y observa que seguirá al pie del cañón mientras pueda mantener la tradición tal y como la aprendió de sus mayores. Por eso, aunque cada año cueste más, es fiel al carbón vegetal, frente al resto de casetas, que tiran de propano, el producto lo trae del Bierzo y hace sus propios cucuruchos de papel, antes con hojas de periódico. «En aquella época hacía frío, no tiene nada que ver con ahora, y las compraban para echarlas al bolso, calentarse y luego comerlas. Ahora vienen por mantener la tradición, muchos abuelos llegan con sus nietos, o padres e hijos, y cuentan cómo era antes», comenta al tiempo que advierte que este año, con los paseos animados por la pandemia y el cierre de la hostelería, se acerca gente que reconoce que hacía mucho tiempo que no comía castañas asadas. 

Conviene en esta apreciación Idoia. Es de Tafalla (Navarra) y desde Soria, donde vivió 22 años, llegó en enero a Burgos. Lo suyo es la hostelería, pero la crisis sanitaria cerró los bares y ella necesitaba trabajar. Hizo una sustitución en el puesto de Laín Calvo y después se quedó en el de San Juan. Su experiencia se limita a un mes. Es un oficio desconocido para ella, pero sabe lo que es moverse de cara al público. Y está encantada. «Es un trabajo muy fácil. Tienes que estar moviéndolas continuamente y pendiente de cuando están blanditas para echarlas a la cesta», anota aludiendo a un conacho de mimbre en el que se quedan arropadas con varias mantas hasta que pasan a la bolsa de papel. Además de la asada, que es la reina, vende pilongas, que también cuenta con sus seguidores, y oferta otros productos de encargo como marrón glasé o licor de castaña. Para gustos... 

El goteo es constante durante toda la tarde. Tanto en San Juan como en El Espolón. Un ciclista que frena, una madre con el carrito, una pareja que se suelta de la mano para coger la bolsita, un matrimonio de castellanos recios, tres chicas a las que el acento sitúa su cuna al otro lado del Atlántico... La noche pide su sitio y las calles, con los bares cerrados y el toque de queda a la vuelta de la esquina, empiezan a quedarse vacías, pero aún hay quien quiere darse, y se da, el último capricho del día.