La pena guarda las distancias

F.L.D.
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Los familiares de los fallecidos se ven obligados a despedirse casi en soledad y desde un perímetro de seguridad

Un familiar lanza un montón de arena con la mano respetando el espacio de seguridad. - Foto: Luis López Araico

Las flores en el campo santo ya no parecen llorar cuando sopla el viento, como cantaba Chavela Vargas. Desde hace unos días las lágrimas se han secado y ya solo lucen marchitas sobre las lápidas del cementerio de San José. Ni siquiera el sol que se filtra por primera vez entre las nubes tras dos largos días de lluvia las saca de su letargo. La tierra de las fosas preparadas para los nuevos féretros asoma más marrón y pesada que nunca. Nadie entra allí si no es para dar el último adiós a un ser querido, y lo hacen en soledad, con una tristeza que no puede ser compartida ni sofocada por un abrazo inocente. El virus le ha robado la emotividad a los sepelios, que se han convertido en rápidos y mecánicos. 

Los empleados del cementerio burgalés ya saben un día antes cuántos entierros se van a celebrar, así que se ponen manos a la obra para preparar las fosas y los perímetros de seguridad para evitar los contagios. Son menos gente y el trabajo se hace más largo y pesado. Los coches fúnebres se encuentran con la puerta cerrada, pero al otro lado de la verja el sacerdote espera a las familiares de una mujer a la que rezan por última vez ataviadas con mascarillas y guantes. No murió de coronavirus, pero la pandemia ha cambiado las plegarias. 

Visto desde diez metros, el responso apenas se escucha, como si guardar silencio además de la distancia también evitara el contagio. Los sepultureros más bien parecen científicos, cubiertos hasta la cabeza con esos trajes blancos. "Los EPI son de usar y tirar. Si el fallecido tiene el virus se lo quitan nada más terminar. Si no, aguantan con él un par de funerales", explica Saturnino Pérez, responsable del cementerio de San José. Antes de que la tierra cubra el hoyo, todo se termina. Ni siquiera hay tiempo para colocar la lápida, pues tampoco hay personal suficiente, antes de que comience el segundo sepelio de la jornada. 

Salvo el día 1 de noviembre, no es que el campo santo sea un lugar concurrido, pero siempre puedes encontrar a alguien que acude a cambiar las flores o simplemente va en busca de paz para estar con sus difuntos. Estos días, caminar por sus patios y calles es como hacerlo por un paraje desierto donde solo se escucha el viento y los pájaros. La hierba entre las lápidas ha crecido más de lo normal, reconoce Saturnino, pero es lógico dadas las circunstancias. Si todo se calma después de Semana Santa, se pondrán con ello y con las sepulturas. 

El siguiente entierro es del rito musulmán. Muchos fieles de esta religión vienen procedentes de otras provincias porque en Burgos hay nichos orientados hacia La Meca. Para llegar hasta allí hay que recorrer todo el cementerio, un camino en el que se percibe cómo nada es igual en tiempos de pandemia. Al pasar por la tumba de Félix Rodríguez de la Fuente uno comprueba que, aunque su grandeza permanece intacta e invita a rendir pleitesía durante unos minutos, este año el aniversario de su muerte fue descafeinado. "El 14 de marzo no fue como otras veces. Es una pena", señala Pérez. 

Tres hombres acompañan desde Vitoria el ataúd hasta el último patio de fosas de San José. También llevan mascarillas y guantes y desde el principio se muestran conscientes de que el rito no va poder ser todo lo tradicional que les gustaría. Mientras el féretro aguarda junto al nicho a su último adiós, sus más allegados rezan a Alá durante unos minutos apurando los metros que les separan. 

Uno de ellos pide coger la pala para echar los primeros montones de tierra, pero no está permitido por precaución. Sí le dan la opción de que llene sus manos y lo lance desde lejos, por detrás de la cinta rojiblanca que marca el perímetro de seguridad. Cuando los operarios terminan, piden quedarse un poco más para despedirse. Nadie se opone, pero conmueve el mero hecho de que alguien tenga que solicitar permiso para poder sentir la pena el tiempo que le de la gana. Como si el virus hubiera cambiado nuestra forma de vivir la muerte.