"Castilla es uno de mis paisajes favoritos"

R.P.B.
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Bernardo Atxaga, nuevo Premio Nacional de las Letras evoca para este periódico su estancia de varios meses en Santa María del Campo, pueblo en el que buscó refugio y horizontes para escribir 'Obabakoak', la obra que le catapultó al éxito

Bernardo Atxaga

A Bernardo Atxaga, que nació entre montañas, le apasionan los espacios abiertos, los vastos horizontes, los paisajes amplios.Quizás porque jamás le gustaron las barreras, cualesquiera que fuesen; toda su obra es una reivindicación de lo local universal: no hay tanta diferencia entre su territorio mítico, Obaba, el estado norteamericano de Nevada o la paramera castellana. También la memoria es esencial en la obra del gran escritor vasco; la memoria como la herramienta que da continuidad a todo, que nos coloca en el tiempo. Más allá del mero recuerdo, de la evocación, para Bernardo Atxaga la memoria es espíritu. Y este no tiene tiempo. El reciente Premio Nacional de las Letras alcanzó todo el reconocimiento y el éxito con Obabakoak, que se publicó en castellano en 1988 y supuso un verdadero fenómeno editorial.Con esa obra obtuvo el PremioNacional de Narrativa y el Premio de la Crítica, y catapultó al escritor de Asteasu.

Obabakoak es una obra referencial en la bibliografía de Atxaga y también en la literatura en euskera; traducida a una veintena de idiomas, fue llevada el cine por Montxo Armendáriz (Obaba, 2005). Lo que poca gente sabe es que esta colección de historias conectadas entre sí, en las que palpita lo rural y la oralidad a caballo entre la fantasía y la realidad, lo mágico y atávico, fueron escritas en la localidad burgalesa de Santa María del Campo, adonde quiso retirarse Bernardo Atxaga junto a su mujer buscando sosiego y vastedad de espacios. «Estuvimos cuatro meses allí. Nos integramos perfectamente. Hicimos buenas migas con la gente del pueblo que íbamos conociendo», evoca para este periódico el autor de El hijo del acordeonista.

«Castilla es uno de mis paisajes preferidos», confiesa el escritor, quien nunca ha olvidado el comentario de uno de sus hermanos cuando, en una excursión familiar siendo apenas un chaval, viajando de noche por la meseta castellana, al levantar la vista hacia el cielo inmensamente estrellado exclamó: ‘Ahora entiendo lo de bóveda celeste’. «Tengo paisajes castellanos en la cabeza, tengo el páramo metido muy adentro. Siempre me han gustado los paisajes no montañosos, los lugares abiertos, y es curioso porque yo soy de un lugar opuesto. Lo fundamental para mí es que haya espacio, siempre busco espacio», explica Atxaga, nacido en Asteasu, corazón de la llamada Guipúzcoa olvidada, valle dominado por el imponente monte Ernio.

Buscando espacio, que primero encontró en la localidad palentina de Villamediana, apareció Santa María del Campo, como una revelación. Recuerda con enorme cariño su convivencia con los vecinos del pueblo, especialmente con los más mayores, con quienes gustaba de pegar la hebra por ser quienes atesoraban las conversaciones más enjundiosas. Relata Atxaga, haciendo chanza del recuerdo, sus frecuentes visitas a las bodegas de la villa. «Nos decían que el vino de aquellas bodegas no emborrachaba. Yo he sido siempre una persona bastante sobria en esto del alcohol,  y la verdad, la época de mi vida en la que más me ha costado encontrar el equilibrio al volver a casa ha sido en Santa María del Campo». Fueron, recuerda, meses de gran fertilidad creativa; meses felices. Atxaga sintió que estaba donde quería estar. Tanto, que desfilaron por allí a visitar al escritor numerosos amigos procedentes del País Vasco, como el gran pintor José Luis Zumeta o el añorado cantautor Mikel Laboa, entre otros.

«Nunca he querido ser turista, ese que va picando aquí, picando allá. Soy enemigo de eso. A mí lo que me gusta es entrar en un sitio y quedarme un tiempo y participar de ese universo. Eso es lo que hice en Santa María del Campo». Recuerda anécdotas como la que le sucedió con un pájaro llamado agachadiza, que un buen día apareció por su casa y al que, a instancias y en compañía de algunos vecinos, terminó depositando en el río; habla maravillas de las «peligrosas magdalenas de Santa María», apunta en referencia a la deliciosa repostería que salía del horno de la panadería del pueblo. «Eran fabulosas. Y peligrosísimas porque te podías comer ocho...»; recuerda asimismo la tarde en que, paseando por el páramo, se cruzó con Miguel Delibes, a quien reconoció al momento, acompañado por alguno de los miembros de la familia Sánchez Junco, propietaria de la revista Hola! y de una enorme finca a la que solía ir a cazar perdices rojas el autor de El Camino.

Para Bernardo Atxaga, sin memoria no seríamos nada. Afirma que todo aquello que llamamos con otras palabras -alma, espíritu, psique, identidad, personalidad- parte de una gran esfera, en la que estamos dentro, y que es la memoria. «Tengo a Santa María del Campo en la mente: su gente, su iglesia, que es muy especial, el bar que había junto a ésta, el Arlanza...». Tanto sigue en su cabeza y en su corazón, que uno de los capítulos de su próximo libro, Casas y tumbas, que se está traduciendo ahora al castellano y que publicará Alfaguara en febrero, se desarrolla allí y tiene como protagonista a Eliseo, un hijo del pueblo.