Latidos de pupitre

ROBERTO PERAL
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«'Corazón' contiene una defensa incondicional de la escuela pública y laica, tan necesaria de valedores en estos tiempos retrógrados»

Un momento del primer día de curso el pasado 10 de septiembre en un colegio de Burgos. - Foto: Jesús J. Matí­as

Tocaron a su fin las anheladas vacaciones: el alcalde ha vuelto a su despachito oficial, el señor cura a sus misas y los bachilleres, mal que les pese, al álgebra y a la malhadada sintaxis. Nosotros, qué remedio, también nos vemos enredados de nuevo en nuestros afanes de costumbre, y los domingos parecen adquirir poco a poco el tono ceniciento de ese lunes tristón que se nos va viniendo. De tan oscuros vaticinios me distrajo el pasado fin de semana un estupendo reportaje publicado en este periódico en el que Héctor Jiménez daba cuenta de las peripecias vividas en Burgos por don Edmundo de Amicis, militar y escritor italiano que en 1871 resolvió recorrer la entonces exótica España para estampar sus impresiones en un libro de viajes. Lo cierto es que nuestra muy noble y muy más leal ciudad no le proporcionó precisamente motivos de aburrimiento: coincidió en una fonda de la Plaza Mayor, ahí es nada, con el emperador del Brasil, fue puesto en autos de la exasperante realidad política española de la época, se extasió ante nuestra catedral y, en una de esas, le afanaron la cartera (Dios sabe que tuvo que ser uno de fuera el autor de tamaña fechoría).

Gracias al señor Jiménez, De Amicis se ha acomodado en mi memoria justo en estos días en que los escolares vuelven a ocupar sus pupitres, un momento que a uno se le antoja particularmente pertinente para releer su obra más célebre, Corazón (1886), novela de propósitos pedagógicos y ánimo ejemplarizante que me resultó emocionantísima y conmovedora en mi lejana infancia, y que hasta hace no tantos años constituía lectura imprescindible para los millones de niños europeos que se encontraban inmersos en su instrucción primaria. Quiere uno en este punto adelantarse a todas las críticas que quepa verter hoy contra el libro en cuestión, ya semiolvidado y que narra en forma de diario infantil todo un curso escolar, el 1881-1882, en un colegio público de Turín: Corazón, publicado pocos años después de la reunificación italiana, puede resultar hoy patriótico hasta incurrir en lo panfletario, y tan anticuado como lacrimógeno, pero su extrema emotividad se decanta en unas vivencias con las que un niño de nueve o diez años logrará identificarse íntimamente sin esfuerzo incluso en nuestros tiempos y defiende unos valores cívicos no tan periclitados como pueda suponer la conciencia posmoderna, como la ética del esfuerzo, la solidaridad entre clases, la justicia social y la importancia tutelar de la educación como instancia donde se forja el futuro de las naciones.

El caso es que, a despecho de todas esas graves consideraciones adultas, lo que a uno le vuelve a las mientes con el recuerdo de Corazón es el enternecedor relato de Enrique Bottini, un muchacho que va desgranando con un estilo sencillo e ingenuo las anécdotas diarias de la vida escolar, con los acontecimientos alegres y tristes que la jalonan -la enfermedad y la muerte no le son ni mucho menos ajenas- y las miserias y los pequeños heroísmos domésticos que protagonizan sus compañeros de clase, procedentes de distintas extracciones sociales: el noble Garrone, el inteligente Derossi, el humilde Crossi, ese entrañable Stardi que suple su falta de brillantez intelectual con una obstinado sacrificio al estudio, Precossi y su desgraciada familia, Coraci el inmigrante de Calabria, el pedante Nobis, el canalla Franti… El dietario del pequeño Enrique se entrevera también con los consejos, las alabanzas y los reproches de sus padres y de sus profesores, y, singularmente, con un recurso muy cervantino: los cuentos mensuales que les lee en clase el viejo maestro Perboni, como ‘El tamborcillo sardo’, ‘Sangre romañola’ y ‘De los Apeninos a los Andes’ (famoso en mi juventud merced a la serie japonesa de dibujos animados Marco).

Uno sigue apreciando Corazón porque contiene además una defensa incondicional de la escuela pública y laica, conformada por ciudadanos y no por feligreses, tan necesaria de valedores en estos tiempos retrógrados en los que parece que haya que proteger a sangre y fuego cada avance social conquistado por las generaciones que nos precedieron, y promueve entre los escolares una consideración a los profesores que hoy cuenta con pocos practicantes: "Respeta y quiere a tu maestro, hijo mío. Quiérelo porque consagra su vida al bien de tantos niños que luego lo olvidan; quiérelo, porque abre e ilumina la inteligencia y te educa el corazón; porque pertenece a esa gran familia de cincuenta mil maestros esparcidos por toda Italia y que son como los padres intelectuales de los millones de niños que contigo crecen; trabajadores mal comprendidos y mal recompensados que preparan para nuestra patria una generación mejor que la presente". 

A lo peor, sin quererlo, se ha puesto uno nostálgico y sentimental en exceso, y no falte quien lo tilde con razón de anacrónico e incluso de pequeñoburgués. Pero, sin ánimo de molestar a nadie, se empeña en considerar que libros como Corazón, con todos sus defectos, siguen recordándonos que la escuela es la fábrica de donde surgirán los hombres y las mujeres de mañana, y también que nada resulta tan genuino y menos ridículo que la emoción de un niño.