Entre el cielo y el infierno

JOSÉ ANTONIO GÁRATE ALCALDE
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La catedral de Burgos contiene interesantes elementos iconográficos que hacen alusión al clásico antagonismo entre el bien y el mal, entre el cielo y el infierno

Detalle de algunos de los demonios que acechan desde los arcos del triforio de la catedral. - Foto: Valdivielso

La catedral de Burgos, como todas las catedrales góticas, es una prefiguración del Reino de Dios, representando, por lo tanto, la Jerusalén celestial. Todo en ella (arquitectura, decoración, iluminación...) recuerda el destino final de la humanidad. Pero en la catedral no solo se muestra el camino para alcanzar el paraíso, sino también la manera de alejarse de él, la caída al infierno. En los dos próximos artículos de esta serie voy a tratar de hacer de vuestro particular Virgilio (salvando las distancias) para guiaros por los ejemplos más interesantes que podemos encontrar en la seo burgalesa de ese atractivo antagonismo entre cielo e infierno.

El infierno en la tierra.
Una de las grandes singularidades de la catedral de Burgos está relacionada precisamente con la clásica dualidad entre el bien y el mal, entre la virtud y el pecado. La podemos apreciar dirigiendo nuestra vista hacia los arcos de los distintos tramos del triforio. A través de ellos, multitud de cabezas de personas de toda índole van recorriendo la iglesia de la catedral. Este tipo de cabezas también están presentes, siempre mirando hacia el interior del templo, en el arco de la portada central de la fachada de Santa María y en el de la portada del Sarmental, y a finales del siglo XV Simón de Colonia las prolongará magistralmente por la capilla del Condestable. Pero lo que más llama la atención de estas cabezas, aparte de la gran calidad artística del conjunto, es que entre ellas se intercalan numerosas testas de expresivos demonios.

La mejor interpretación que he podido leer acerca de las llamativas cabezas del triforio aparece en un encantador libro sobre el mensaje simbólico-iconográfico de la catedral de Burgos publicado en 1987 por Juan Ángel Oñate Ojeda. Según este antiguo canónigo de la catedral de Valencia, lo que se nos quiere transmitir con ellas es que la Iglesia se compone, efectivamente, de toda clase de gentes, entre las cuales está presente el bien, pero también el mal. Este último lo encarnan los traviesos demonios que se mezclan entre el pueblo como la cizaña que crece y acecha en medio del trigo. Y todas esas personas, buenas y malas, son hijos de Dios, y se unen en Cristo para formar un solo cuerpo, de ahí que la serie de cabezas comience y finalice a los pies del templo en una majestuosa estatua de Cristo, que nos proclama: Ego sum alpha et omega, principium et finis (Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin).

l descenso de Cristo al limbo, representado en una de las hojas de la puerta del claustro alto. /valdivielsol descenso de Cristo al limbo, representado en una de las hojas de la puerta del claustro alto. /valdivielso - Foto: Valdivielso

He de confesar que siempre que contemplo las cabezas del triforio me acuerdo de un maravilloso pasaje de esa absoluta delicia que es la obra Las ciudades invisibles de Italo Calvino, ese en el que Marco Polo le dice al Gran Kan: «El infierno de los vivos no es algo por venir; hay uno, el que ya existe aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio».

El limbo de los justos.
También tiene mucho que ver con el antagonismo que tratamos una de las imágenes más potentes que podemos observar en la catedral. La encontramos en las magníficas puertas que hizo construir el obispo Luis de Acuña y Osorio a finales del siglo XV para  la portada del claustro alto, puertas decoradas con las inconfundibles formas del taller del gran Gil de Siloé, y sobre las que Théophile Gautier decía en su Viaje por España (1843) que había que vaciarlas y fundirlas en bronce para poder asegurar su eternidad.

En los paneles superiores de las puertas se plasman dos entradas triunfales de Jesús: la entrada en Jerusalén (izquierda) y la entrada en el limbo (derecha). Esta última es la escena que aquí nos interesa. En origen, ambas representaciones tuvieron que ser todavía más espectaculares, ya que las puertas debían de estar doradas y policromadas. El color que tienen en la actualidad se debe a la aplicación de una sustancia casi negra (probablemente betún de Judea) para oscurecer la madera de roble de la que están hechas. Curiosamente, ese tono negruzco confiere a nuestra escena un aspecto aún más infernal.

El origen del tema del descenso de Cristo a los infiernos o descenso de Cristo al limbo de los justos se encuentra en un relato apócrifo neotestamentario escrito en griego hacia el siglo III que posteriormente fue traducido al latín e incluido en el Evangelio de Nicodemo. Según este texto apócrifo, Cristo, después de muerto y sepultado, y antes de la resurrección corporal, descendió victorioso al limbo de los justos, un lugar en las inmediaciones del infierno en el que las personas virtuosas que desconocieron el bautismo y la fe cristiana esperaban su redención. El lector más perspicaz se habrá dado cuenta de que este tema guarda bastantes semejanzas con algunos mitos clásicos en los que ciertos héroes descienden al inframundo para buscar a algún muerto y llevarlo de nuevo al mundo superior, pero sobre este interesante paralelismo nos hablará detenidamente Juan José Calzada en un próximo artículo.

La representación plástica más antigua que se conserva del descenso de Cristo al limbo data de principios del siglo VIII (pinturas murales de la iglesia de Santa María Antiqua de Roma), pero es a partir del siglo XI cuando el tema empieza a aparecer profusamente. Nuestro relieve pertenece a una tipología que tuvo bastante éxito durante toda la Baja Edad Media. En el tímpano de la iglesia del Santo Sepulcro de Estella, por ejemplo, encontramos una representación de la misma tipología con muchas similitudes con la de la catedral, aunque un par de siglos anterior. Esta información me la proporcionó hace años un peregrino que se quedó asombrado ante el gran parecido de ambas imágenes.

Dos escenas confluyen en nuestro relieve. Por una parte tenemos el triunfo de Cristo sobre la muerte: portando la cruz de la resurrección, entra victorioso en el limbo derribando sus puertas. Sin embargo, el centro de atención del panel lo acapara la acción salvadora de Cristo: tiende su mano hacia Adán, que sale, seguido de Eva, de las imponentes fauces de Leviatán. Aunque, si nos fijamos bien, apreciaremos que tanto las manos de Cristo como las de Adán han desaparecido, quedando en suspenso su salvación. Parece ser que alguien no estaba muy de acuerdo con este rescate.

Resulta curioso cómo la representación del limbo adquiere muchos de los atributos iconográficos propios del infierno, como las llamas o los numerosos demonios que rodean las fauces de Leviatán intentando retener a los liberados. Estos demonios otorgan gran dinamismo a esa parte del relieve, contribuyendo así a hacer más caótica la imagen del infierno, que contrasta con la solemne serenidad transmitida por Cristo como estandarte del reino celestial. Entre los salvados podemos distinguir también la figura de san Juan Bautista (entre Cristo y Adán), el único que posee nimbo y el único vestido, con su característica piel de camello.

En su extraordinaria novela La ciudad del Gran Rey, el escritor burgalés Óscar Esquivias reserva un importante papel para las puertas del claustro alto. Me pregunto si el arcediano Pedro Fernández de Villegas las tuvo también presentes en sus pensamientos mientras traducía y glosaba el Infierno de Dante a comienzos del siglo XVI, pues en el canto IV Virgilio y Dante visitan el limbo, que constituye el primer círculo del infierno, y allí el poeta de Mantua menciona al florentino la llegada triunfal de Cristo, de la que, según cuenta, fue testigo.