Optimismo a mayores

Angélica González
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Hace casi un año quisimos saber cómo pasaban el confinamiento un grupo de personas mayores. Ahora que se cumple el primer aniversario de la declaración del estado de alarma salen a la calle y relatan su experiencia

Optimismo a mayores

En abril de 2020 les entrevistamos por teléfono y nos enviaron un selfi que salió en las páginas del periódico. Apenas hacía un par de semanas que se había iniciado el confinamiento más duro por la pandemia de covid-19 y los protagonistas de este reportaje -cuyas edades oscilan entre los 70 y los 85 años- lo afrontaban con mucha responsabilidad, sin gesticulaciones ni lamentos y pensando, sobre todo, en cuidar de los demás, a pesar de que estaban en la diana de una enfermedad nueva que como enseguida se vería iba a ser implacable con su generación. Casi un año después hemos estado con ellas paseando, tomando un café o en sus casas y aunque cada quien afronta situaciones muy diferentes coinciden todas estas personas mayores en lo mismo: Dan las gracias por haber pasado lo peor de la pandemia sin demasiado quebranto para su salud, se duelen de los que se han quedado en el camino, confían profundamente en la vacuna y piensan con cierto temor en el futuro de hijos y nietos.

En esta idea incide la más mayor, Lucía Pérez, de 85 años «para 86», que se muestra preocupada por cómo les irá a las siguientes generaciones después de una situación tan peliaguda en lo económico y lo social. Esta riojana de nacimiento, a la que trajeron de pequeña a Burgos tras quedar huérfana de madre, lamenta que en la tienda que tiene uno de sus hijos haya días en los que entra poca gente: «Yo estoy más preocupada por los demás que por mí, que nunca pensé que iba a llegar a tener tantos años y tengo todo el pescado vendido, pero lo afronto todo con alegría. No hay que llorar, hay que pensar siempre en positivo y mirar para adelante». Está Lucía muy contenta porque le acaban de contactar para darle la mejor de las noticias: el próximo día 17 le pondrán la primera dosis de la vacuna contra la covid-19 y el 7 de abril la segunda. Y es que estaba ya inquieta porque veía pasar los días y el teléfono no sonaba. Ahora, solo le queda esperar a que su hijo se jubile «para que también estén ellos más tranquilos».

No ha pasado mal año, a pesar de las difíciles circunstancias y de su asma, esta mujer que es pura actividad y una auténtica matriarca, que vive siempre muy pendiente de la familia -todos le llaman cariñosamente ‘la mami’- y de la cocina, en la que tiene muy buena mano. Se le dan de lujo los canelones y los panqueques, receta que se trajo de Argentina, país en el que pasó 20 años, después de casarse por poderes «con el mejor marido que se pueda imaginar», David Juez, que era de Tinieblas de la Sierra y emigró a aquel país buscando un futuro mejor. «La boda fue conmigo en San Lesmes  y  su hermano haciendo de novio y él allí, imagínate. Luego me marché para allá en un viaje en barco que duró 19 días. Vivimos primero en Necochea, que está a 500 kilómetros de Buenos Aires y luego nos trasladamos a la capital».

Le encanta charlar a Lucía. Tiene una casa muy coqueta y ella está espectacular: tiesa como una vela y muy elegantemente vestida y peinada. Desde que la normativa de movilidad anticovid se relajó va todas las mañanas a dar un largo paseo por Fuentes Blancas y nunca se aburre porque si no está guisando está limpiando la casa: «Hasta me subo a colgar cortinas aunque me riñen, pero yo quiero seguir siendo autónoma hasta que pueda y no depender de nadie». Así lo hizo también en el confinamiento, que lo pasó con tranquilidad, tanta que si se le pide que compare la posguerra que le tocó vivir con la pandemia, se queda con esta última: «En aquellos momentos había muchas dificultades para comer y ahora, gracias a Dios, no nos ha faltado».

 Araceli Rodríguez y Juan Calleja, de 71 y 72 años respectivamente, han empezado a retomar una cierta normalidad después de un año muy ajetreado. No solo se contagió toda la familia de la covid (sus dos hijas, sus yernos y su nieto)sino que ella fue intervenida de un pie y él tuvo que ingresar dos veces de urgencia por una obstrucción intestinal y un absceso abdominal: «Pero estamos aquí para contarlo. La vida es como un viaje en tren y hay que tener esperanza para llegar a la estación. Ha sido un año ajetreado pero positivo al cien por cien porque lo estamos contando y con alegría. No hay que agobiarse por nada porque lo que hoy parece que tiene mucha importancia mañana seguro que se ve de otra manera», afirma Araceli,  con una sonrisa que se le adivina preciosa debajo de la mascarilla. Y sabe de lo que habla porque tiene mucha experiencia en pasar tragos amargos: Juan ha pasado por un cáncer de pulmón, dos de estómago y dos aneurismas de aorta y una de sus hijas tuvo cáncer de mama.

Ahora de lo que están más contentos están es de haber retomado una de sus costumbres más agradables: Todos los días se acercan a tomar un café y echar la tarde en el Coco Atapuerca, un establecimiento de hostelería en la carretera de Cardeñajimeno, donde les conocen y les quieren: «Durante el confinamiento, Alberto, uno de los camareros, nos pasaba por whastapp el menú que hacía todos los días por si lo queríamos copiar. En aquellos días hablábamos también con amigos y jugábamos a las cartas y al Rummikub, entre esto y nuestras hijas, que nos han cuidado mucho, hemos estado muy acompañados», cuentan.

De lo único que se duelen del año perdido es en lo que tiene que ver con ejercer su faceta de abuelos. Unai, su único nieto, tiene ocho años y Araceli cree que como pronto se hará mayor, este tiempo sin verse ha contado en negativo. Por eso, ahora, siempre que pueden están con él, que es un niño muy cariñoso y muy valiente: «Una noche estaba con nosotros en casa y tuvo que venir a por Juan una ambulancia. Yo le dije que no se asustara y me dijo que la que no me tenía que asustar era yo porque iban a venir vestidos como astronautas», cuenta Araceli.

Esta pareja solo quiere que las cosas vayan a mejor, esperan con tranquilidad su turno para la vacunación (son los más jóvenes), han retomado otra de sus costumbres que es hacer viajes cortos por la provincia -hace bien poco estuvieron en Covarrubias-, esperan poder veranear este año y se afanan en llevar a la práctica lo que explica muy bien Araceli: «Hay que aprovechar el día a día porque este que ha pasado es un año que nos han quitado de la vida, eso es así. Pero hay que hacerlo con alegría».

 A Rosa Planchuelo y a Marcos Mussons el confinamiento les pilló cuidando de dos de sus nietos, que estaban entonces con ellos. Así que faena no les faltó y cuando les toca hacer balance del año, ella lo resume muy bien: «Estamos igual que hace un año porque nos hemos cuidado mucho», afirma Rosa, que asegura que siguen saliendo lo mínimo para comprar o pasear al perro «por lugares por donde no haya mucha gente». Ahora, lo que le ocurre es que echa de menos a los niños y que está esperando que vengan de vacaciones -tiene los hijos repartidos entre Alemania y Holanda- pero está tranquila porque su hija, que trabaja en un geriátrico, ya está vacunada y también su nuera, que es cardióloga. «El confinamiento lo pasamos bien, por suerte tenemos una casa grande, un jardín y una huerta que nos dieron mucha libertad en aquellos días». A Lourdes Villares, con unos esplendorosos 80 años, nunca se le olvida que es enfermera. Durante los peores tiempos del confinamiento estaba muy pendiente de todo el trabajo de sus compañeras, salía todas las tardes a aplaudirlas y se dolía de no haber sido más joven para poder echar una mano. Un año después, en esas sigue: «Hago un llamamiento a todos los jubilados para que arrimemos el hombro, que las jóvenes están agotadas. Yo a la UCI no iría, desde luego, porque las cosas han cambiado mucho desde mis tiempos, pero podría tranquilamente ayudar a vacunar, que me imagino que tendrán mucho lío». Ahí lo deja esta valiente mujer que pasó aquellos días sola en su casa pero muy acompañada telefónicamente por hijos, nietos y amigas y  que ahora ha recuperado prácticamente su vida normal: «Estuve bastante bien durante el encierro pero sí que recuerdo que allá a finales de abril me agobié un poco porque parecía que nunca se iba a acabar y me daba mucha pena por toda la gente que está perdiendo sus negocios. Yo me entretenía bastante y sobre todo rezaba mucho para que se acabara cuanto antes. Además, creo que esta experiencia nos ha dado a todos una lección y es que nos acostumbremos a aprovechar la vida al máximo. Ahora doy las gracias porque creo que es una suerte amanecer todos los días».

Está pendiente de recibir la llamada para vacunarse pero no inquieta porque es consciente de la situación. Lourdes Villares quiere ser optimista, afirma que ya parece que ve la luz al final del túnel, «a veces es más clara y a veces más oscura» y cree que la crisis nos ha hecho ser más solidarios.