«Soy el mayor del pueblo, a todos les toqué las campanas»

F. TRESPADERNE
-

Retratos del Burgos olvidado (VIII) | Con 93 años, Isaías Puente vive solo, se hace la comida, corta leña, cuida la huerta y sigue subiendo al campanario para despedir «todos los años a dos o tres vecinos»

Isaías Puente García, campanero de Villarmentero. - Foto: Alberto Rodrigo

Hace más de treinta que se jubiló de agricultor, pero a sus 93 años Isaías Puente sigue activo como campanero de Villarmentero, un ‘oficio’ que comenzó a aprender cuando era niño, ayudando a los campaneros, y se ha convertido en un maestro para todos los que se quieren acercar a él. «Ahora estoy enseñando al alcalde, Rodrigo Diez», apunta Isaías mientras abre la puerta para acceder por una destartalada y empinada escalera hasta el campanario desde el que otea el horizonte y divisa todos los campos que ha labrado y en los que florecen las flores que ha recopilado «con los nombres de aquí» en un libro... y es que Isaías es de los que acostumbran a tomar notas para no olvidar las cosas, aunque sigue teniendo una memoria prodigiosa y un estado físico envidiable.

Aunque los tiene anotados en un folio, Isaías recita, e incluso musicaliza, los catorce toques diferentes de campanas que domina, a pesar de que muchos de ellos no se utilizan desde hace años. «Solo las toco unas ocho veces al año para misas, las de los domingos con un repique, las de los días de fiesta un repique y tres volteos, la de difuntos depende de si es hombre o mujer con tres o dos clamores», narra sin mirar los apuntes y recordando que hasta hace pocos años las campañas eran el medio de comunicación, el wassap, del pueblo. Se tocaban cuando el alcalde convocaba a los vecinos, para alertarles de un incendio, sacar al ganado a pacer o pagar el escote al médico, veterinario o farmacéutico, «que cobraban en especie y había que darles media fanega de trigo», señala con cierta nostalgia, ya que entonces se tocaban mucho más, «quince veces al año anunciaba el alcalde para reunir al pueblo... y ahora ninguna».

Cada maestro tiene su librillo... y cada pueblo sus campanas, «macho y hembra, la una con el sonido más tranquilo y la otra más alegre», campanillos y toques, asegura Isaías, que ha participado en varios concursos de campaneros, organizados por la Diputación, y afirma que en ellos «lo que tocaban otros no me sonaba». Además de repicar y voltear las campanas, también se encarga de su mantenimiento y puesta a punto, «mojo las cuñas para que se aprieten y no haya peligro a la hora de voltearlas», en especial el Día de las Cruces, que se voltean toda la tarde, y los días de fiesta en los que Isaías disfruta rodeado de niños que como él se sienten atraídos por el tañer de las campañas y la aventura que supone subir al campanario, toda una gesta «porque el peor campanario que hay es el de este pueblo, que las escaleras son de tacos de madera muy estrechos, con huecos entre unos y otros, que si metes la pata te tronzas, y en otros pueblos son de piedra». 

Nada tiene que ver el acceso al campanario con el estado en el que se encuentra la iglesia de San Esteban Protomártir, recientemente restaurada «para otros doscientos años», apunta Isaías, a la vez que matiza que las obras para consolidar el templo han costado «sobre doce o catorce millones de pesetas, que ha puesto el Ayuntamiento, no es como antes que cada vecino daba quinientas o mil pesetas, pero ahora somos pocos y tendríamos que poner medio millón cada uno». Y es que Villarmentero, como otros muchos pueblos, lleva décadas sufriendo una galopante despoblación y viendo como se van cerrando sus casas.

«Soy el mayor del pueblo, a todos los demás les he ido tocando las campanas... siempre me toca a mí hacerlo», señala esbozando una sonrisa y a la vez lamentando que todos los años tiene que subir dos o tres veces al campanario para despedir a vecinos de un pueblo, «en el que no ha nacido nadie en los últimos ocho años», señala uno de los últimos campaneros de una generación que comenzó a desaparecer «cuando obligaron a los ayuntamientos a tenerles asegurados por si ocurre una desgracia», matiza.

Isaías conoce muchos de los campanarios de la provincia y no duda al asegurar que uno de los mejores es el de Palacios de Benaver, «que estaba muy bien, y también el de Hornillos del Camino, también muy bueno y con las mejores campanas; el que peor escalera tiene es el de Villarmentero». Isaías lamenta que no se organicen más encuentros de campaneros, «a los que me tienen que llevar porque ya no tengo coche», pero a pesar de ello mantiene contacto con muchos de los campaneros, «de los que soy el mayor de todos».

Además del libro de las flores, Isaías, memoria viva de Villarmentero, también tiene recopiladas las costumbres y oficios que había en el pueblo, así como «los 82 términos que teníamos con 300 hectáreas, pero con la parcelación se han quedado solo en cuatro», apunta este agricultor de secano y regadío, quien asegura que, «era un pueblo de mucho trabajo porque se regaba todo del río. Nos hemos matado trabajando en la patata y remolacha, ha sido un pueblo de mucho trabajo». Isaías es de esos agricultores que comenzó utilizando el trillo y dio el salto a la agricultura moderna adquiriendo la primera cosechadora del pueblo. 

«Antes éramos veinticinco agricultores y ahora solo quedan tres, en el campo trabajábamos más de cien personas y ahora entre tres se hacen todo el pueblo... y les sobra tiempo», puntualiza con una amplia sonrisa. Al igual que otros muchos jóvenes de su generación, solo ha salido de Villarmentero para hacer la mili, en su caso en Tetuán, «donde me pasé dos años sin venir de permiso y comiendo todos los días arroz con un chusco, pasamos mucha hambre», lo que no ocurría aquí «porque no faltaban el pan y el cochino... y además se mataba un buey para cuatro familias, pero todo racionado». 

A sus 93 años, viudo y con tres hijas, vive solo, aunque ahora está con él una nieta «porque no encuentra trabajo», matiza. Se hace la comida, corta leña, mantiene una huerta y afirma que «como mejor estoy es trabajando (lamenta haberse jubilado a los 62 años), aunque dejo la labor por subir a tocar las campanas y espero hacerlo hasta los cien años», asegura este hombre dicharachero y lleno de vitalidad y que solo se queja porque «me falta un poco de oído», sordera que no le impide oír y reconocer el tañer de las campanas de pueblos próximos, como Pedrosa, Palacios, Tardajos o incluso Buniel.