«Nadie me echará en falta cuando me muera»

R. Pérez Barredo
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Llamémosle Ismael -nombre ficticio- es uno de los miles de burgaleses que padecen la gran pandemia de este tiempo. Una enfermedad silenciosa e invisible que mata. Se llama soledad

«Nadie me echará en falta cuando me muera» - Foto: Alberto Rodrigo

Tras subir despacio y penosamente unas angostas escaleras, entra en el piso, cierra la puerta -que se queja por los goznes- y sin disimular su fatiga, se adentra a pasos cortos, siempre apoyado en la muleta. Entonces musita que este será su último invierno. Lo hace mirando por unos cristales empañados que a esta hora de la tarde azota con ira el cierzo. Aunque al otro lado, en la calle, arrecia además una lluvia heladora, de esas que calan hasta los huesos, en su salón hace mucho que se instaló el invierno. La casa del hombre al que llamaremos Ismael -un tercero sin ascensor- no tiene calefacción. Con unas manos en las que se insinúan sabañones (o quizás sea simplemente artrosis) mueve como puede un precario radiador eléctrico, que no tiene enchufado todo el día porque la pensión es la que es «y también hay que comer», apunta con una mueca que pretende ser media sonrisa pero en la que sólo hay destellos macilentos, de amargura y de tristeza. 

Habla despacio, con voz ronca, y de su boca sale vaho, pueden creerlo. Se arrebuja bajo una manta raída tras sentarse en el sillón en el que asegura pasar muchas horas al día. A veces viendo la televisión; otras, leyendo novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía a las que se aficionó de mozo, para entretenerse en aquellas guardias interminables de la mili en un asfixiante rincón del norte de África cuyo nombre ya ha olvidado; las más, dando cabezadas de las que se despierta con sobresalto, desorientado. Tiene ochenta y ocho años. No espera nada ya, salvo a la muerte, cuya llegada intuye cercana. «Este mismo invierno», reitera. Será, reflexiona descarnadamente, una nota en los sucesos del periódico; una de esas informaciones que tanto se repiten y que está cansado de leer en los papeles que tanto gusta de hojear cuando se da el único lujo al que confiesa no renunciará mientras pueda: el cafelito matutino en la taberna que hay debajo de su casa. «Me encontrarán días después, por el olor», desliza queriendo ser irónico, pero su discurso hiela porque en esas palabras hay verdad. Demasiada verdad, maldita sea. 

La estancia en la que desgasta sus días es más bien pequeña, con pocos muebles. No hay una sola concesión ornamental; tampoco fotografías. Sí que hay un teléfono junto al televisor, que quizás sea el único elemento decorativo de la sala: admite que suena pocas veces. «Casi nunca», zanja lanzando una mirada despectiva al aparato, que se mantiene inerte, como el cadáver de un soldado después de la batalla. Ismael tiene una sobrina en Madrid, de la que no recuerda ni la cara. «La última vez que la vi fue en el entierro de mi hermana, su madre. De eso hace ya quince años por lo menos». No hay rencor en sus palabras. Se diría que ha asumido con naturalidad este momento de su vida. Que ha aceptado la derrota a la que le han sometido el tiempo y el olvido, que le han ido despojando de todo hasta dejarlo desnudo de afectos: sin familia cercana y sin los amigos que fueron tanto para él y a los que ha ido enterrando durante los últimos años. 

Tampoco lamenta no haberse casado nunca, aunque eso hubiese podido significar hijos y nietos que ahora, en el crepúsculo, le habrían podido ofrecer cariño, consuelo, abrigo. «Estoy bien como estoy, así es la vida, para qué voy a quejarme». Y eso que tiene achaques que han minado su movilidad. Hace unos años tropezó en la calle y se rompió una cadera. Desde entonces cojea y se apoya en una muleta que le prestó una vecina. El otro día, friendo algo en la sartén, se alampó con el aceite. «Aún tengo esta parte de la mano encarnada», dice exhibiendo con resignación la quemadura. Apenas conversa con nadie ya, más allá de los rutinarios saludos en la panadería, la tienda de ultramarinos, el médico de cabecera o el vecindario. Tampoco dialoga con sus fantasmas ni se siente lacerado por la tantas veces traidora memoria. «Los recuerdos no sirven para nada». 

«¿Esperanza? ¿De qué? Voy tirando y hasta que esto se acabe». «¿Tristeza? ¿Por vivir solo? Bueno, es lo que me ha tocado, mucha gente vive sola, ¿no?».La soledad es algo más que una palabra en la vida de Ismael, por más que él pretenda restarle importancia. Pierde la mirada en el ventanal, que sigue siendo golpeado por la lluvia, como si estuviera subrayando la última frase del anciano: mucha gente vive sola, mucha gente vive sola, mucha gente vive sola... Y ese repiqueteo suena a mantra y a verdad ahora que se acerca el invierno como un tren de sombras. Suena a enfermedad terrible. Mucha gente que es alguien pero es nadie. Porque la soledad trae aparejada la invisibilidad. Estamos rodeados de nadie. Nadie por todas partes. (Más información en edición impresa)