Esta historia, en la que se mezcla la locura inocente de un hombre con la enfermedad de acumular todo tipo de efectos en su casa y los instintos más viles de otros seres humanos que quisieron aprovecharse de su estado de indefensión, empieza en una tienda de compro oro de la capital burgalesa. Pocos días después de Semana Santa su propietario recibía la visita de un individuo que quería venderle un anillo de oro. Cerró la operación y, como es preceptivo, rellenó la ficha con los datos del cliente, cuyos nombres y apellidos eran de un país del este de Europa. Nada extraño, en principio, pues muchos de quienes empeñan joyas en estos negocios son de origen extranjero. La alarma saltó cuando el dueño del establecimiento revisó detenidamente la alianza y comprobó que aparecían dos nombres de pila típicamente españoles, el de un hombre y una mujer que habían contraído matrimonio en 1928. No parecía por tanto que perteneciera ni a quien se había desprendido de ella ni a su familia, de modo que informó de sus sospechas -como es obligatorio- a la Policía Nacional, que se encarga de controlar este tipo de empresas.

En la Comisaría no contaban con demasiados datos para tirar del hilo a fin de dar con el verdadero titular de la alhaja, tan solo los nombres de dos cónyuges y la fecha de su boda. La escasa información inicial no desanimó a los investigadores, que lo primero que hicieron fue acudir al Registro Civil para tratar de poner apellidos a los dos miembros de la pareja. Tras horas de examinar legajos de 1928 -año en que tuvo lugar el casamiento- saltó una coincidencia con los dos nombres inscritos en uno de los documentos, de manera que la Policía ya contaba con la identidad completa de los auténticos propietarios de la alianza.

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