«No dudé; apreté fuerte y pudo volver a respirar»

I.E.
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El cabo Enrique García, del Raca 11, salvó a un hombre de morir ahogado tras atragantarse en una sidrería guipuzcoana

«No dudé; apreté fuerte y pudo volver a respirar» - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

No le agrada para nada la etiqueta de héroe, se ruboriza en cuanto la escucha de boca de sus compañeros del Regimiento de Artillería de Campaña 11 -de Castrillo del Val-, pero la verdad es que hace justo un mes salvó la vida a un hombre que a punto estuvo de morir atragantado por un trozo de chuletón. El cabo Enrique García, leonés de 34 años de edad, viajó junto a su novia en el puente del Pilar a Guipúzcoa. Qué menos que reservar uno de los días para ir a comer a una sidrería. La pareja eligió el sábado 9 de octubre y como destino Astigarraga, Ipintza, en concreto. A eso de las 15 horas, entre el bullicio de un repleto comedor empezaron a elevarse los quejidos de un cliente que hicieron enmudecer al resto de parroquianos. Con visibles signos de no poder respirar -rostro congestionado y manos en la garganta- se levantó muy nervioso, lo cual llamó la atención de nuestro protagonista, que nada más observar la escena supo que tenía que actuar y, además, rápido. Se levantó de su asiento, se acercó al comensal, se puso tras él y le practicó la maniobra de Heimlich, apretando con sus manos fuertemente la zona del esternón del hombre para que expulsara aquello que taponaba sus vías respiratorias, que no era otra cosa que un trozo de carne que acababa de meter en la boca. «La verdad es que no dudé», recuerda Enrique, quien advierte de que «en milésimas de segundo» recordó «todos los movimientos» aprendidos en los cursos de primeros auxilios que imparte el Ejército de Tierra. «Una cosa es la teoría y otra la práctica, porque en los entrenamientos se usan muñecos y en la vida real se trata de personas, con las que hay que medir muy mucho la fuerza para no provocarles lesiones», comenta.

Nada más darse cuenta de que el hombre empezaba a respirar, nuestro cabo sintió una inmensa «satisfacción». Pero al poco rato, confiesa, se vino «un poco abajo», tuvo una sensación agridulce, se mezcló la alegría por haber salvado a esa persona «con cierta tristeza» por lo que podía haber ocurrido. «No sé describirlo con palabras, quizás se debió al bajón de adrenalina después de realizar la maniobra», explica el militar. Tras su acción, recuerda que se hizo el silencio en el comedor, una persona se levantó a felicitarle y a darle la mano mientras el comensal que se había atragantado se recuperaba y cogía aliento junto a su mujer. Después, «se deshizo» en agradecimientos al cabo, a quien admitió que le había salvado la vida. En la sobremesa que compartieron las dos parejas, el hombre le dijo que le recordaría siempre, se intercambiaron los números de teléfono y a los pocos días le envió una foto con su hija y un mensaje en el que se podía leer: «Te agradeceremos siempre que nuestro padre esté vivo».

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