69 metros

EFE
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El puente sobre el río Bravo es el último obstáculo de miles de solicitantes de asilo que desde México tratan de llegar a EEUU

69 metros - Foto: CRISTOBAL HERRERA

Tan solo 69 metros. Esa es la distancia del puente que une la ciudad mexicana de Matamoros con la estadounidense de Brownsville, el último tramo de un largo camino para miles de inmigrantes latinoamericanos que persiguen el sueño de un nuevo comienzo.

Construido sobre el río Bravo, el puente dibuja el límite geográfico entre los dos países. A un lado, la segunda ciudad más poblada del estado mexicano de Tamaulipas, muy concurrida. Al otro, una localidad de calles amplias y construcciones que replican la dimensión de su estado, Texas, el segundo más grande en Estados Unidos.

De Brownsville a Matamoros, todo es fácil. Se recorre en pocos minutos sin la sensación de ser vigilado. En sentido inverso las cosas cambian: un guardia abre o cierra la puerta tras revisar papeles y documentación. La entrada a EEUU queda en el limbo de la burocracia a expensas de que se cumpla el proceso migratorio.

Desde hace meses, ese puente es el preludio de la odisea de solicitantes de asilo, que se han topado con la decisión de Donald Trump de devolverlos a México mientras se estudia su caso. Un proceso que está lejos de ser de un día para otro.

En un campamento de Matamoros, donde se levantan columnas de humo de improvisadas cocinas de leña, Carmen Amaya prepara frijoles para ella, sus cuatro hijos y su esposo. Están repartidos en tres carpas en la ribera mexicana, desde donde se observan dos tiendas en el lado estadounidense, donde funcionan las cortes de Brownsville que llevan los casos de afectados por el programa Protocolos de Protección a Migrantes (MPP) o «Permanezca en México». Bajo esa política, instaurada por Trump en 2019, decenas de miles de personas, la mayoría centroamericanas, han sido devueltas a México, a la espera de que se resuelva sus causa.

Si pudiera, Carmen simplemente caminaría al otro lado, pero ve EEUU tan lejos como cuando salió de El Salvador. «Aquí estamos al aire libre, a la intemperie. En lo único que nos protegemos es en estas carpas, pero no es el 100 por cien y los niños pasan enfermos mucho tiempo», relata la mujer de 32 años.

Su situación la expusieron el pasado 20 de febrero al juez que los recibió en su primera audiencia en Brownsville; su próxima oportunidad será el 3 de junio. 

Tras un largo periplo hasta México, su marido y sus dos hijas -la menor, de cuatro años- intentaron cruzar a EEUU, pero terminaron en una hielera, como se conocen, por sus bajas temperaturas, los centros de detención de inmigrantes. Carmen se quedó en México con sus otros pequeños, y allí pasan ahora sus días los seis después de que su esposo y sus hijas fueran devueltos a territorio mexicano.

Los niños han sido quizás los más golpeados por la espera: las dos chicas enfermaron durante la detención y su hermano, de seis años, se fracturó un brazo mientras jugaba. Pero pese a todo el dolor y la incertidumbre, Carmen no se arrepiente: regresar no es una opción.

Desde el otro lado

En el lado estadounidense del puente, la abogada Jodi Goodwin también lidia con las restricciones al asilo impuestas por la Casa Blanca, que la han enfrentado a algo que nunca había visto en sus 25 años de carrera. Bajo el MPP, se han instaurado tribunales migratorios para atender solicitudes de asilo en las localidades texanas de Brownsville y Laredo, así como en San Diego (California) y El Paso (Texas), aunque en estas dos poblaciones las cortes se ubican en edificios tradicionales y con presencia del juez.

Para la abogada, el MPP es un sistema creado para destruir el derecho de asilo, pero además el «espíritu» de los que piden protección.

Jodi puede emplear 20, 30 y hasta 80 horas preparando un caso antes de ir a una audiencia de mérito, donde se escuchan los argumentos para decidir si se concede o no el asilo, que debe resolverse en 180 minutos. Durante ese tiempo -que ella sigue ansiosa con su reloj- deben intervenir el juez, el fiscal, la defensa y el peticionario.

Es «mucho trabajo y la necesidad nunca se acaba», pero es igual de agotador para los jueces, que de lunes a viernes deben atender dos audiencias de mérito de tres horas cada día. «Cada vez que haces una cosa, luego viene el ejército de todos los abogados y todos los jueces pagados por el Gobierno de EEUU encima de ti», confiesa Jodi. Es lo más desagradable de su trabajo.

Pese a que se declara cansada, no da todo por perdido: «En medio de tanto sufrimiento, hay momentos de una alegría inmensa, cuando ves que una persona respira por primera vez en años un aire libre, es algo increíble».