Un trozo de Japón en la paramera burgalesa

J.Á.G.
-

HEMEROTECA | El Museo del Bonsái de Villagonzalo Pedernales es único en Castilla y León

Un trozo de Japón en la paramera burgalesa - Foto: Luis López Araico

Villagonzalo Pedernales no es propiamente tierra de bonsáis, aunque sí de suisekis -piedras de mirar, en japonés-y también de kusamonos, plantas de acento y acompañamiento, que no pueden faltar en un museo que se precie. En esta localidad los colores predominantes son el amarillo mies y y el ocre tierra. El verde bosque, sin duda, escasea. Seguramente los monjes japoneses tendrían hoy muy complicado inspirarse en el bosque autóctono para sus creaciones arbóreas. Más allá de los ejemplares que adornan el parque de Pradovilla y algunos otros predios -contados con los dedos de la mano-, no hay mucha más masa forestal en los casi catorce kilómetros cuadrados de la superficie del municipio, pero por esos lances de la fortuna hoy esta villa acoge el único Museo del Bonsái que hay en la provincia de Burgos y en Castilla y León.

Un cartel de trabajada forja sobre un enorme peñasco, en la misma rotonda que da acceso a la localidad por la carretera provincial, anuncia ya el museo. La chaparra encina que se levanta en ella no es de la colección. Imposible. Tres como ella coparían todo el espacio -unos cuatrocientos metros cuadrados- del pequeño patio descubierto, situado en uno de los laterales de la Casa Consistorial, que cobija desde 2008 la exposición permanente y las temporales de bonsáis. El Ayuntamiento de Villagonzalo está encantado y desde el primer momento prestó todo su apoyo y financiación, convencido de que es un potente atractivo turístico y no se equivocaron. Podrían ser más, pero no son pocos los visitantes -particulares, grupos y escolares- que cada año se acercan para disfrutar de este museo vivo y dinámico, que en realidad son cuatro porque muda, como las hojas, en función de la estación.

En cualquier tiempo, entrar en este trocito de Japón es todo un placer y un deleite para los sentidos y también para el alma y la mente, y más si hace de cicerone José María Sancho, fundador y actual secretario de la Asociación Cultural Bonsái Burgos, impulsora del museo y que en la actualidad agrupa a más de medio centenar de socios. No son ‘friquis’ sino pioneros. Hace tres décadas se lanzaron a la aventura de cultivar en las terrazas de sus casas un trocito de naturaleza viva y trabajar miniárboles en maceta y en eso siguen. Equilibrar un árbol en una escala distinta al original, repartir sus energías en un tamaño reducido y mantener las mismas características y proporciones -grosor del tronco, ramas, hojas e incluso recrear heridas e imperfecciones…- no es tarea fácil ni rápida. Requiere mucha destreza y paciencia. Para que un bonsái sea perfecto se necesita no menos de medio siglo. Saben que esos árboles que han ‘comenzado’ ellos, en la mayor parte de los casos, les acabarán, seguramente, los nietos.

Algunas de esas joyas que conforman las colecciones particulares de los socios se encuentran entre el largo centenar de ejemplares -el número oscila entre los 104 y los 120, dependiendo de la estación- que se exponen en el Museo del Bonsái de Villagonzalo Pedernales. Puede que no sea el de Luis Vallejo en Alcobendas o los de los jardines botánicos de Madrid o Barcelona, algunos de los más emblemáticos del país, pero sí ha conseguido hacerse un hueco este particular mundillo.

Todo el recinto expositivo está al aire libre. Un trames y un velamen, a modo de sombrajo, protege a los bonsáis de las inclemencias del tiempo y del los excesos de luz en verano porque hay variedades más sensibles que otras al sol. La musealización no es baladí sigue una pauta. Los bonsáis descansan sobre pedestales y lajas de piedra natural, que también soportan los suesekis y kusamonos. Un minimalista lago añade un toque de agua y contribuye también esa armonía inherente a este tipo de museos en los que es tan importante ver como sentir.

En un par de horas se puede realizar un recorrido sosegado y admirar la belleza de los bonsáis expuestos, pero bien podrían ser más porque la ocasión lo merece. No todos los días se puede disfrutar de esta comunión con la naturaleza sin moverse mucho de casa. José María Sancho recomienda visitar el museo en cada una de las estaciones porque de esta forma se ve esa evolución.

En otoño, las especies perennes aportan el verde de sus hojas, pero las de hoja caduca muestran esos tornasoles y matices en una paleta llena de cromatismos y contrastes. En invierno, puede parecer una época poco propicia, pero no lo es. Tiene también su encanto. En la estación más fría se pueden observar los ejemplares desnudos y apreciar mejor la estructura y belleza de sus ramas, esos brotes que luchan por salir ayudados por el sol...

La primavera, si no se adelanta y modifica los relojes biológicos de los árboles, es, sin duda la estación más colorista, porque se empieza a ver el nacimiento de las primeras flores en los árboles de hoja perenne y los brotes germinando en los caducos, que van recuperando su van tapando los ramajes desnudos y ‘vistiendo’ a los bonsáis. Es el paso de un invierno dormido a un despertar. En verano, una nueva visita permite al visitante un aliciente adicional y no es otro que observar ya el fruto, las bayas… y las flores más maduras. Ahí se ve también, como en invierno, los trabajos de mantenimiento, las podas, pinzados...

Y otro aliciente para renovar visita, más allá de las estaciones, es la variedad de especies. No siempre son las mismas porque los socios, propietarios de cada uno de los ejemplares, los van cambiando a medida que necesitan más cuidados. Hay trabajos y labores que requieren hacerlas en casa y por eso hay un considerable trasiego. En su lugar casi siempre se coloca otro, porque generalmente los amantes del arte del bonsái no tienen un ejemplar sino varios. Es, reconocen Adolfo Maroto o Pedro Sánchez, dos socios del colectivo, una afición que engancha. Ese toque de sorpresa siempre es interesante en un espacio vivo como este.

La musealización no es baladí. Es muy zen y está cuidada. Sancho reconoce que cada visitante es un mundo y tienen sus gustos, pero todos muestran su asombro por la belleza de estos pequeños árboles. Trasladan al visitante a lejanos bosques asiáticos, pero también a los cercanos, a esos montes de la Demanda o de Merindades donde reina las hayas, las encinas, el roble o el quejigo. La mayor parte de las especies que se recrean a escala por los aficionados burgaleses son esas, las autóctonas.

En solitario, en formación boscosas, por parejas, enhiestos, tumbados... Cada uno de los poyos tiene su bonsái y su placa. Mirar estos ejemplares tiene también su truco. Para observarlos en toda su magnificencia recomiendan agacharse y fijar los ojos a la altura del tronco. De abajo arriba se observa la repartición, las primeras ramas y la evolución de las demás, siempre buscando. Esa triangularidad, al igual que el número par en las composiciones, son esenciales en el milenario arte del bonsái.

Todos los árboles y también arbustos -hay varios en la exposición- que hay en la naturaleza, pero siempre que en la naturaleza sus sosias mayores tengan hojas pequeñas. Joya de la corona como tal no existe -cada socio cree que lo es su ejemplar-, pero los visitantes han decidido por ellos y ha escogido un magnífico bosque de hayas colocado sobre un enorme soporte de fibra, que imita a la perfección la piedra y soporta el peso. Es ahí donde casi todos los visitantes, individuales o colectivos, acaban haciéndose las fotos y los selfies al final de la visita. El ejemplar más singular y ‘exótico’, ahora mismo, es una magnífica azalea japonesa que ya tiene incipientes capullos y que, si no se tuerce la temperie, lucirá en breve su espléndidas flores.

Hayas en estilo tumbado, reproducción fiel de la naturaleza caprichosa de los árboles aprovechando la agreste orografía del terreno, magníficos ejemplares de arces japoneses, en sus distintas variedades, enebros -comunes, chinos, japoneses-, olmos, espinos albares, piceas enanas, desnudos fresnos europeos... comparten espacio con ejemplares de morera, tilos e incluso hay un bonetero, un árbol que da unas frutas rojas en forma de bonetes. Un bosque de hayas y otro de manzanos llaman especialmente la atención por la depurada técnica en su construcción y su belleza.

En un aparte, por eso de la protección solar y garantizar la humedad, hay un grupo de arces japoneses, algunos palmados. Sufren más por el sol y tiene, por eso, la protección adicional de una suerte de velas a modo de parasoles giratorios. Siguiendo por la zona central se pueden admirar olmos comunes, encinas o espinos de fuego así como un bosque de arces seudoplátanos, un castaño de indias o un falso plátano, un arce tridente además de un abedul que espera sus hojas. Otros bosques de hayas y de arces palmado japoneses dan paso a contempla un espino albar o un enebro itoigawa, pino laricio, tejos, olivos o manzanos rojos… No van a encontrar ninguna especie tropical ni de clima mediterráneo. Los rigores del invierno castellano solo lo soportan las especies autóctonas y algunas niponas y chinas. El haya es, con mucho, la preferida aunque no le van a la zaga las encinas, los robles quejigos o mismamente los olmos.

La visita termina, pero se abre ciertamente el deseo cierto de acercarse de nuevo en primavera, verano... La entrada es gratuita, aunque la asociación, como entidad altruista que es, acepta donativos, al igual que en los cursos que imparte. Tampoco se pierdan la nueva edición de la exposición-concurso de bonsáis que organizará el colectivo en la capital burgalesa en el mes de junio.