Recuerdo eterno de una lata de Nescafé

S.F.L.
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La familia de Marisa Gutiérrez mantuvo una relación estrecha con el padre Rutilio Grande, que les visitaba a menudo en la fábrica de resina de Oña

Fotografía del besamanos del padre Rutilio Grande, en la que se ve a Marisa Gutiérrez de niña junto al jesuita en Oña. - Foto: MARISA GUTIÉRREZ.

Marisa, junto a sus padres y sus dos hermanos, cambiaron de residencia en infinidad de ocasiones, un precio a pagar por ser hija de un administrador de fábricas de resina. Como todos los oficios, el del patriarca arrastraba cosas buenas y malas. Mudarse en el momento en el que conseguían adaptarse a un lugar era lo más triste. Sin embargo, viajar permitía a la familia conocer a personas realmente interesantes. En Oña, donde los Gutiérrez residieron durante dos décadas, conocieron al padre Grande, una persona que les marcó de por vida.

Los recuerdos que conserva Marisa en su memoria son los de una niña de 9 años, anécdotas e impresiones de un jesuita con una altura imponente y una voz suave y calmada. «A mi parecer el apellido de Rutilio hacía honor a su físico. Me viene a la mente un hombre muy grande, aunque quizás no lo era tanto teniendo en cuenta que yo era todavía muy bajita», menciona entre risas. «El tono de su piel era aceitunado, mestizo, y me llamaba especialmente la atención porque en esos años en España apenas residían extranjeros en los pueblos», añade.

El hilo de su voz resultaba tan agradable y especial para los niños que decíamos que «el padre Grande era un santo porque hablaba muy sutilmente».

Rutilio Grande conservaba una estrecha relación con la familia Gutiérrez y resultaba de los más habitual que les visitara en su domicilio ubicado la factoría oniense. Cuando obtenía el permiso para viajar a su país, El Salvador, solía agradarles a su vuelta con algún detalle. «Algunas veces mi madre le entregó algún producto para que lo llevase a su casa», cuenta Marisa, que intenta hacer memoria pero no se acuerda de que clase de artículos eran. Lo que jamás olvidará fue la lata de Nescafé con la que les dejó con la boca abierta después de aterrizar de nuevo en España. «¡Qué regalo!  Nos pareció algo fantástico. ¡Café soluble! Era la primera vez que veíamos algo semejante. ¡Qué adelantos!, exclamaron mis padres cuando lo probaron».

El carácter amigable del jesuita atraía la atención de los más pequeños, que aprendieron mucho de él. «Mi hermano mayor mantuvo un contacto más directo porque la diferencia de edad no era tan desmedida como la mía. Pero el que llegó a tener una relación de confianza fue mi padre. Cuando el religioso acudía a nuestra casa a merendar se pasaban tiempo y tiempo charlando», rememora.  

Su vivienda también fue la posada de muchos de los familiares de los jesuitas que recibían formación en el Monasterio San Salvador de Oña. Cuando estos cantaban misa coincidiendo con la festividad de San Ignacio de Loyola, «se alojaban en nuestra casa porque en la villa no había demasiada oferta. Por ello tuvimos un contacto importante con la comunidad».

Los padrinos de Rutilio Grande, el Cónsul del Salvador en España y su mujer, también pernoctaron en el hogar de los Gutiérrez cuando el jesuita cantó misa por primera vez. «Los Villanueva, así se apellidaban, vivían en Burgos y uno de sus hijos fue compañero de mi hermano. Dejé Oña con 22 años y, ahora desde Madrid, sigo acordándome de su ambiente como el primer día», revela.  
 

ARCHIVADO EN: Oña, España, Burgos, Madrid