El camino a la beatificación de un alumno de San Salvador

S.F.L.
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El jesuita Rutilio Grande, natural de El Salvador, fue enviado a España para continuar sus estudios de teología y filosofía en el Monasterio de Oña. En 1977 miembros de grupos pertenecientes a los escuadrones de la muerte le asesinaron

Rutilio Grande. - Foto: DB

Una vida consagrada al cambio. Amigo incondicional de los pobres del Salvador. Ellos llenaron de sentido su vida al descubrir que sus rostros trasparentaban el de Jesús de Nazaret. Esa amistad clara, honesta y fiel echó raíces evangélicas, hasta dar la vida por ellos. Rutilio Grande, profeta y mártir que abrió un camino nuevo de iglesia mundial, será beatificado en su país a principios del próximo año al considerarle un referente en la lucha por la justicia, los derechos humanos y educador de generaciones del clero salvadoreño.

El religioso nació en El Paisnal y con 13 años ingresó en el seminario diocesano. Cuatro años después solicitó ser admitido en la Compañía de Jesús. Su formación la desarrolló entre Venezuela, Ecuador y España. En 1953 fue enviado para continuar sus estudios de filosofía y teología en el Monasterio de San Salvador de Oña y allí fue ordenado sacerdote en 1959.

El padre Manuel Plaza (Burgos), no llegó a coincidir nunca con él en el cenobio a pesar de que pasó entre sus muros muchos veranos. No obstante, «entre los compañeros se hablaba de un hombre centroamericano llano, sencillo, abierto y que desprendía una sensibilidad especial», comparte el jesuita. «Resultaba habitual verle por la calle relacionándose con los vecinos y sentía pasión por acudir a los pueblos cercanos a impartir catequesis», añade.

De regreso a su tierra natal conoció al sacerdote Óscar Romero,  con el mantuvo una gran amistad hasta el punto de que Grande sirvió como maestro de ceremonias en la instalación del jesuita como obispo auxiliar de San Salvador.  Fue nombrado párroco de Aguilares, localidad en la que su padre gobernó, y en la que se dedicó totalmente a las almas que le fueron confiadas, con especial atención a los pobres y marginados, sin dudar en condenar las acciones represivas contra ellos por parte de los militares y la oligarquía en el poder.

Con la ayuda de otros jesuitas estableció las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) y entrenó a los líderes Delegados de la Palabra, un movimiento de organización campesina opuesto a los ideales de los terratenientes, que lo veían como una amenaza a su poder. Los sacerdotes más conservadores temían que la Iglesia Católica llegara a ser controlada por fuerzas políticas izquierdistas y también se mantuvieron en contra. Igualmente, Grande desafió a la Dictadura del Salvador por su respuesta a acciones que le «parecieron destinadas para perseguir a los sacerdotes hasta silenciarlos», un hecho que puso aún más en peligro su ya precaria situación hacia el régimen. Consciente de los riesgos derivados de su apostolado al recibir amenazas en varias ocasiones, continuó testificando la fe sin comprometer al poder. «Predicar también por la justicia y la cultura como términos inseparables fue una de las grandes labores que realizó Rutilio», manifiesta el padre Plaza.

En marzo de 1977, el religioso acudió al Paisnal para presidir una celebración eucarística pero en el viaje de regreso a Aguilares -su pueblo- miembros pertenecientes a los escuadrones de la muerte atacaron el vehículo en el que viaja y le asesinaron. Su fiel compañero, el monseñor Romero, canceló las misas en toda la arquidiócesis para sustituirlas por una sola en la catedral de San Salvador como gesto de protesta. A partir de entonces sufrió una conversión y finalmente le mataron en 1980.

El jesuita burgalés recuerda que en uno de sus viajes al país centroamericano para impartir formación y dar conferencias conoció a la hermana del asesino de Grande. «Su testimonio me encogió el alma. Me contó que el criminal le transmitió en su lecho de muerte que no se arrepentía de sus actos y los volvería a cometer. Las atrocidades vividas en este país no deben caer en el olvido», sentencia.