Ahí estaba, inerte. Esperando cumplir, una vez más, su función después de meses de oscuridad. Me lo crucé casi de casualidad, pero no pude evitar pararme para echar un vistazo. Seguía igual de grande que siempre, más incluso por aquello de la perspectiva, de poder contemplarlo de cerca, acostumbrados como estamos a verlo siempre en la lejanía, en lo más alto. Su presencia allí, a la espera de ocupar su sitio, era un símbolo. Una señal. Otra más de que esto ya ha empezado.
Seguí mi camino pensando en lo raro que es el otoño. Raro o maltratado, no lo tengo muy claro. Incrustado entre ese verano que no queremos que acabe y que intentamos prolongar lo máximo posible y un invierno que cada vez llega con más prisas, dispuesto a robar días al calendario para hacerse con el reinado de las estaciones. Mezcla la melancolía de lo perdido, de ese amor de verano que ya pasó, de esas vacaciones que ya se gastaron, con el frío, que no es un sentimiento, sino una realidad que lo tapa todo. «Hace frío» como expresión para mostrar desgana, aburrimiento, fastidio o tristeza. Como un no tengo ganas de nada. No sé si me explico. Bueno, aquí sí. Aquí me entienden. Usted me entiende seguro porque es algo que entendemos los BTV (de Burgos de Toda la Vida). 
Cuando volví a desandar el camino, aquello que había desatado mi reflexión sobre el otoño, el invierno, las estaciones, el tiempo y la vida ya no estaba allí. Alcé mi vista y allí lo vi, en su sitio. Sin apenas empezar noviembre y ahí estaba, majestuoso y desafiante, el gigantesco cartel de ¡Feliz Navidad! Algún año lo veremos aún con el bikini puesto. Desde la playa. No me imagino lo que será vivir en el Vigo de Abel Caballero… Lo único bueno de esta aceleración de fechas que cada año se nota más es que en algún momento la Feria de Olivenza o la de Valdemorillo, que dan el pistoletazo de salida a la temporada taurina, nos pillarán con las 12 uvas sobre la mesa. Y quizá por eso habrá merecido la pena felicitarse la Navidad en noviembre.