«La reconciliación será difícil, puede tardar generaciones»

R. PÉREZ BARREDO / Vitoria
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Eduardo Rojo destaca el enorme cambio registrado por la sociedad vasca en los últimos años, donde se respira un ambiente infinitamente más habitable, aunque cree que para alcanzar la reconciliación habrá que esperar mucho tiempo porque aún hay dolor

«La reconciliación será difícil, puede tardar generaciones» - Foto: Miguel Ángel Valdivielso

Alrededor de 55.000 burgaleses residen en el País Vasco. La inmensa mayoría, desde hace décadas, coincidiendo con los años en los que dominó el horror, el miedo y la muerte. A propósito del estreno de la serie Patria, inspirada en la maravillosa e imprescindible novela homónima de Fernando Aramburu, tres burgaleses (Jesús Rodrigo, Eduardo Rojo y Mario García) que llevan más de media vida allí nos hablan del pasado, del presente y del futuro en esa tierra. 

Acude a la cita con paraguas, por más que la tarde se antoje agradable. Pero la experiencia es un grado: Eduardo Rojo, natural de Oña, sabe que los nubarrones que se atisban en lontananza tienen aviesas intenciones. El centro de Vitoria es un tranquilo hervidero de gente enredada en sus afanes. Domina la plaza principal de la ciudad el magnífico monumento erigido a la Batalla de Vitoria, aquella en la que se hizo morder el polvo a las tropas napoleónicas y constituyó el principio del fin de la ocupación francesa. De batallas sabe mucho este periodista de 60 años: ha tenido que librar unas cuantas durante los años en los que su tierra de adopción estuvo sojuzgada por la violencia, el terror, el miedo y el silencio. Antes de asentarse en Vitoria trabajó y residió en Miranda, por lo que la capital alavesa no le era extraña. Pero una cosa era ir de visita y otra muy diferente habitarla y echar raíces.

«Al poco de llegar me apunté a una academia para estudiar francés. Ahí conocí a un chico con el que trabé cierta relación, y hablando un día de terrorismo me dijo que él no mataría a nadie, pero que si viera desde la ventana de su casa a un terrorista poniendo una bomba lapa en el coche de un policía nacional, no diría nada. Estaba recién llegado a Vitoria. Cuando soltó aquello me quedé impactado. Años después, aquel compañero de academia fue consejero del Gobierno vasco». Esta anécdota podría servir como metáfora de la complejísima realidad que le tocó vivir. En una profesión de riesgo: Eduardo ejerce desde hace décadas como periodista en RNE. De sus primeros años recuerda el estigma del silencio. «El círculo de amistades en el que poder hablar con libertad se reducía a un núcleo duro, en su mayoría gente de fuera como yo. El silencio siempre estaba ahí, presente, lleno de sobreentendidos. Además, la sociedad vitoriana, al margen de ETA, es muy cerrada, es difícil integrarse».

Aunque reconoce que Vitoria es una ciudad en la que siempre se ha vivido bien, pensó en marcharse. Por más que Oña, adonde escapaba (y sigue haciéndolo) casi todos los fines de semana y que en los años más duros constituyó un oasis en el que refugiarse, respirar y liberar tensiones, le quedara cerca. Y estuvo a punto, porque además el miedo había entrado en casa alterando el sueño nocturno de una de sus hijas, especialmente después de que fuera atacada la sede de la radio con cócteles molotov y un día sí y otro también los noticieros dieran cuenta de cada sangriento atentado. Pero al final se quedó. «La cosa se iba poniendo fea e incluso nos dieron un cursillo en la Ertzaintza. Hubo que empezar a mirar debajo del coche...».

Todo aquello, asegura Rojo, se superó por puro instinto de supervivencia. Había que vivir. Eso no influyó en su trabajo, por más que anduviera en el filo y fuese increpado más de una vez por los cómplices de los violentos y se supiese ‘marcado’. Pero mientras otros compañeros recurrían a eufemismos cuando se trataba de dar alguna noticia relacionada con el terrorismo, él siempre llamó pan al pan y al que mata, asesino. «Siempre he llamado a las cosas por su nombre, aunque llegó un momento en el que pedí que el mío no saliera en antena», evoca.

La fractura y el futuro. Este oniense fue testigo de uno de los mejores ejemplos de fractura social que el terrorismo provocó en el País Vasco. Lo recuerda nítidamente. Fue durante el funeral del político socialista Fernando Buesa, de cuyo asesinato en Vitoria se acaban de cumplir veinte años. «Media ciudad asistió al funeral. También el entonces lehendakari Ibarretxe, que fue increpado y tuvo que salir por una puerta lateral. Que le sucediera eso a un lehendakari nacionalista... Pero la reacción del PNV al día siguiente, de la que fui testigo, fue espeluznante, inconcebible para mí como periodista y como ciudadano. La familia de Buesa había convocado una concentración silenciosa en el centro, en la plaza de la Virgen Blanca. La frialdad del PNV llegó al punto de que militantes de este partido que se habían acercado a la manifestación -llegaron en autobuses- acabaron separándose y gritando ‘Ari, ari, ari, Ibarretxe lehendakari’. Aquello fue una conmoción en Vitoria. El asesinato de Buesa fue un antes y un después».

El final del terror ha cambiado sobremanera el paisaje del País Vasco. «El cambio no ha sido brusco. ETA espació sus atentados, hubo varias treguas y se dieron diversas circunstancias: la Ley de partidos, la acción de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, una merma del apoyo social, el 11-S y el nuevo contexto internacional... Ese final fue progresivo. Cuando ETA se disolvió, ya se había extinguido por inanición, la gente ya había pasado página, la sociedad había empezado a recomponerse, la convivencia había mejorado. Eso se reflejó en que no hay una foto o un documento de acuerdo de entrega de las armas o de disolución de la banda terrorista. El Gobierno español se negó a escenificar ese final, le negó a la banda esa foto, y eso ayudó a que para cuando ETA anunció que desaparecía, ETA en realidad ya no existía para la sociedad vasca. La escenificación que se hizo en Francia fue un teatrillo que no pasará a los libros de Historia».

Sobre el perdón. La reconciliación, afirma Eduardo Rojo, será otro cantar. «Será difícil y tendrá que pasar mucho tiempo. Hay mucho dolor, muchas heridas abiertas. Tendrán que pasar años, quién sabe si décadas, tal vez varias generaciones». Considera este burgalés de Oña que hay una diferencia abismal entre Ibarretxe y el actual lehendakari, Íñigo Urkullu. «Ha hecho mucho, entre otras cosas, pedir perdón a las víctimas. Creo que además sinceramente. En ese aspecto, se ha avanzado. Pero la izquierda abertzale todavía no está preparada para pedir perdón. Aún no son capaces ni de condenar. No entiendo por qué les resulta tan difícil. Me hago una idea, claro: pedir perdón es asumir que has estado 60 años asesinando e infligiendo dolor y que eso no ha servido para nada. No sé si ese perdón será posible o no pasará nunca; o si llegará por inanición como el fin de las armas. En cualquier caso, ya se respira mucho mejor. Creo que la sociedad ha agradecido mucho el fin de la violencia. Y aunque no se haya producido la reconciliación, al menos no te matan por lo que piensas, que ya es mucho».

El cielo se ha encapotado definitivamente: Eduardo Rojo tendrá que abrir el paraguas. Pero la lluvia que caiga y torne en grises el paisaje urbano de Vitoria no ensombrecerá su corazón, como así sucedió durante tantos años. No tener que agacharse a inspeccionar los bajos del coche, ni tensionarse ante miradas furtivas, ni bajar la voz para según qué comentarios es calidad de vida. Es, sencillamente, otra vida. Y es mucho mejor. «Esta es una sociedad que se rearma fácilmente. Sí: hay esperanza. Tiene que haber esperanza», apostilla.