Las campanas ya doblaban por Hemingway

R. PÉREZ BARREDO
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En el 80 aniversario de la publicación de 'Por quién doblan las campanas' recordamos las últimas visitas del escritor norteamericano a Burgos, donde estuvo a punto de perder la vida

El autor de 'El viejo y el mar', firmando un autógrafo en la plaza de los Vadillos. - Foto: FEDE

Ernest Hemingway ya había empezado a morir unos años antes de que se volara la cabeza con una escopeta del calibre doce en su casa de Ketchum, en el estado norteamericano de Idaho. Una existencia vivida al límite -aventuras, accidentes, heridas, cicatrices- y una desenfrenada pasión por el alcohol lo habían ido empujando a un abismo que él sintió cercano antes de tiempo, y que le sumió en la paranioa y la depresión. Hemingway ya había empezado a morir la última vez que visitó Burgos, en el verano de 1959. No iba a ser un viaje, como había hecho tantas veces a su amada España, de exclusivo placer: el escritor había acordado publicar en la revista Life la experiencia, que iba a centrarse en su inveterada afición a los toros y más en concreto en la rivalidad que sobre la arena mantenían en ese momento dos figuras del arte de Cúchares: Ordóñez y Dominguín, con los que le unía una estrecha amistad.

Por más que la relación con España que el autor de Por quién doblan las campanas, de cuya publicación se cumplen ahora ochenta años, hubiese sido siempre idílica, el franquismo recelaba de su presencia en suelo patrio por considerarle una amenaza para la moral conservadora reinante, si bien no podía negarse a acoger a todo un premio Nobel de Literatura (galardón que había recibido en el año 1954, acaso el comienzo del ocaso del escritor). Así, Hemingway llegó a España en plena temporada taurina para acompañar a los citados diestros por toda la piel de toro.

"Este es un verano maravilloso. Quien no pueda escribir aquí no podrá hacerlo en ninguna parte", dijo sobre aquellos días. Pero todo fue un espejismo para el autor de Fiesta; su salud física ya no era la mejor, y había comenzado a dar muestras de que algo tampoco funcionaba bien en su cerebro: su escritura había perdido frescura y exactitud, y agarraba con demasiada frecuencia unas borracheras furibundas que derivaban ora en violentos ataques de ira, ora en unos silencios melancólicos y depresivos, ora en unos miedos paranoides, relacionados con cierta manía persecutoria.

Naturalmente, el autor de El viejo y el mar estuvo aquel verano en los Sanfermines, pero también visitó en dos ocasiones Burgos, que para el escritor norteamericano siempre fue la ciudad más bonita de Castilla. Así recogería para Life algunas impresiones relacionadas con la ciudad: "Siempre sorprende entrar en Burgos. Podría ser cualquier otra ciudad al verla en la hondonada entre montes hasta que uno distingue el gris de las torres de la catedral y, de súbito, llega a ella". Burgos había seducido a Hemingway desde sus primeros viajes, allá por los años 20. Burgos, y su entorno más inmediato, con el que hacía una insólita comparación: decía que el paisaje burgalés le recordaba mucho al de las colinas africanas que tan bien había conocido en sus correrías por el continente negro que le inspiraron esa obra maestra del reporterismo que es Las verdes colinas de África. Como buen vividor, también gozadaba de la gastronomía burgalesa, siendo el queso uno de los manjares con los que procuraba delitar su paladar.

El 30 de junio de 1959 Ernest Hemingway disfrutó de una jornada inolvidable en Burgos con el mejor cicerone posible: el torero burgalés Rafael Pedrosa, con quien asistió por la tarde al coso de los Vadillos para disfrutar de la corrida en la que participaban Antonio Ordóñez, Jaime Ostos y Miguel Mateo. Pedrosa gozaba del cariño y la amistad del escritor, al que siempre recordó cercano. "Llevaba consigo una petaquilla y solía ofrecérnosla amistosamente. Era un hombre culto, de una gran simpatía y de trato agradable. Lo quise mucho porque él nos quería a nosotros", evocaba el matador de Villatoro hace unos años. En aquella corrida, triunfó Ordóñez, que cortó dos orejas y salió a hombros por la puerta grande. "La corrida fue buena aunque los toros de Cobaleda resultaron difíciles y peligrosos. Uno de los que le tocaron a Antonio únicamente podía lidiarse con la derecha. El cuerno izquierdo no cesaba de buscar al matador. Por tanto, Antonio lo toreó hábilmente con la diestra y lo mató bien. Su segundo toro era asimismo difícil, pero supo corregirlo igual que al de Barcelona el día antes. Estuvo a su altura acostumbrada, realizó una faena clásica y mató de manera excelente, clavando la espada muy alta. Le dieron ambas orejas. Su trabajo no pudo ser mejor y no permitió que se advirtiese lo difícil que era la res", anotó el escritor.

Tras la faena, Hemingway y Ordóñez regresaron a Madrid, pero antes de viajar a Pamplona volvieron a parar en Burgos. Por nada del mundo se iba a perder el norteamericano la corrida de miuras que, tras 34 años de ausencia del hierro en tierras burgalesas, iba a lidiarse en los Vadillos; menos aún si uno de los matadores que iba a pisar el albero era su amigo Rafael Pedrosa, que aquella tarde del 5 de julio compartió cartel con Josechu Pérez de Mendoza, Joaquín Bernadó y Ramón Solano, Solanito. La corrida fue brava y noble, con unos bichos a la altura de su fama. Así lo recogería el escritor: "Fueron los mejores toros de la temporada, y uno de ellos el más noble y completo que había visto en muchos años. Hizo cuanto estaba a su alcance menos ayudar al puntillero después de que lo derribaron". Pedrosa estuvo cumbre con el capote, pero no pudo lucirse ni con la muleta ni en la suerte suprema.

Más cerca de la muerte. El escritor norteamericano, que ya había comenzado a morir iniciando un proceso autodestructivo que concluiría dos años después de un disparo, vio muy de cerca la muerte aquel verano. La ajena y la propia. No en vano, antes de abandonar España Burgos volvió a cruzarse en su camino. A finales del mes de agosto, de regreso de una corrida en la plaza francesa de Nimes, el coche en el que viajaba sufrió un accidente en Aranda de Duero por culpa de un pinchazo. El vehículo, un Ford alquilado por su anfitrión, el millonario Nathan Bill Davis (propietario de la lujosa finca La Cónsula de Málaga, en la que tantas veces estuvo el escritor), quedó destrozado, si bien sus ocupantes, entre los que estaba Valerie (futura nuera de Hemingway) salieron golpeados pero indemnes. El escritor puso rumbo a Estados Unidos en septiembre. Sus últimos meses de vida los pasó entrando y saliendo de sanatorios, rodeado de fantasmas, cada vez más perdido en el laberinto de su memoria. En la madrugada del 2 de julio de 1961, tras el sonido de un disparo, las campanas doblaron por él.