Hace mucho, mucho tiempo...

A.S.R.
-

HEMEROTECA | La localidad ribereña de Haza brinda unas vistas tan increíbles del Valle del Riaza que obligan a una visita en cada estación del año

La localidad ribereña de Haza. - Foto: Valdivielso

Hay cuentos que aún empiezan por un hace mucho, mucho tiempo, aunque el hilo que tire de ellos sea una foto en Instagram. Y hace mucho, mucho tiempo, Haza era un pueblo poderoso. Desde el cerro en el que se asienta dominaba todo el Valle del Riaza, en la Ribera del Duero. Hoy mantiene parte de esa vara de mando. Conserva la capitalidad de la Comunidad de Villa y Tierra y ejerce jurisdicción sobre 15 localidades. Pero su nombre apenas aflora por ser el municipio con menor densidad de población de la provincia. Basta un paseo rápido por sus calles para constatar que la estadística no miente. Pero no siempre fue así. La vida palpitó en este pueblo que acaricia las nubes y que hoy busca continuar como protagonista de un relato escrito en el siglo XXI.

Los desvelos por colgar la mejor foto conducen los pies del urbanita por un escarpado picón. Poco acostumbrados a moverse entre hierbajos y pedregales, tropieza con algo. Casi besa el suelo. Cabreado y dispuesto a dar una patada a lo que casi provoca su caída, frena al percatarse de que ha chocado con una caja metálica. Está roñosa y abollada, pero no suena a vacía. Está en medio del campo y sin dueño. Se sienta y la abre. Dentro se encuentra con un puñado de fotografías. En blanco y negro, en color, con más o menos gente... Todas suceden en el decorado que ha llamado su atención desde la carretera. Cada una cuenta una historia. Y con ellas en la mano, se dispone a descubrir la trama que enmarca esa escenografía.

Una pintada vitoreando a los quintos de 2016 brinda un atisbo de esperanza. Esas casas han dado esquinazo al olvido. Un tronco de madera a modo de poyo al sol también alimenta esa ilusión.

La silueta de Haza, acariciando las nubes, desde su privilegiada atalaya. La silueta de Haza, acariciando las nubes, desde su privilegiada atalaya. - Foto: Valdivielso

Atraviesa el recinto que antaño estuvo amurallado. Lo hace por una puerta abierta en tiempos recientes. Demasiado cuadrada, demasiado grande, demasiado recta. La torre del homenaje del Castillo, ahora restaurada, es el último vestigio del papel estratégico que interpretó durante el avance musulmán en la Edad Media, cuando se convirtió en el primer bastión en la línea defensiva del Duero. Dicen que su bóveda de piedra la diferencia de otras construcciones del mismo estilo.

A un lado, reconoce el pozo en el que sonríen un montón de chiquillos con pantalón corto. Ahora, tapado con piedras para evitar disgustos innecesarios. Hace mucho, mucho tiempo esos chavales vivieron su propia aventura acompañando a los miembros de la Asociación de Amigos de los Castillos de Valladolid, que asomaban por allí en verano. Dice la leyenda que por él se accede a unas galerías subterráneas que terminarían en el viejo puente de piedra que salva el río Riaza antes de llegar a Fuentecén. El cuento ha pasado de padres a hijos sin que nadie haya podido escribir el punto y final.

Avanza por las calles. La soledad es dueña y señora. Solo los gatos y buitres se encaran con ella. La España Vaciada está a punto de ganar otra batalla. Apenas ocho personas viven a diario. A una veintena llegan los censados. Pero las fotos que el urbanita sujeta en las manos aún hablan de un lugar de Castilla en ebullición. Y no solo por los visitantes que se dejan caer para extasiarse con las imponentes vistas o los increíbles atardeceres.

Se sienta en uno de esos bancos verdes patrocinados por extintas cajas de ahorro -esos sí aguantan el paso del tiempo y en Haza tocan a más de uno por vecino- colocados estratégicamente en balcones callejeros abiertos a un maravilloso abismo. Los hay más escondidos, como el que hallará junto a la iglesia, y otros que atraen los pasos como un imán. He ahí el que se abre a la vega del Riaza. Im-pre-sio-nan-te.

Es, sin duda, uno de los lugares mágicos del pueblo. ¡Cuántos primeros besos! ¡Cuántas promesas! ¡Cuántas risas! ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuántas tertulias! ¡Cuántos flash, flash, flash!

Solo por asistir a ese espectáculo cromático vale la pena volver una y otra vez. Los tonos ocres del invierno, las fotogénicas heladas, los despuntes verde, que te quiero verde de la temprana primavera que explotará y bailará con el blanco de las flores de los almendros que saltan pizpiretos aquí y allá, los chopos, desnudos o vestidos de hojas, cual centinelas de un río que aún es dueño y señor de esas tierras de regadío, los amarillos campos de cereales que se extenderán de Moradillo a Hoyales hasta el infinito y más allá, el festival de colores que encenderá los majuelos en otoño... Y, en cualquier época del año, crepúsculos indescriptibles.

El viento sopla fuerte. Él también quiere su ración de mimos. Tan pesado está que el forastero apenas escucha a Jesús Llorente, hijo del pueblo, donde pasó su infancia y juventud y al que vuelve con asiduidad. Se recuesta sobre la barandilla y dirige su dedo hacia esa vega. Le cuenta que, al parecer, que no está él para sentar cátedra, en las faldas de la fortaleza se levantaban siete parroquias, siete barrios, que buscaron refugio entre los muros del baluarte cuando se desató una epidemia. De aquella época podrían datar los nombres de los términos que identifica desde allí. También heredados de padres a hijos. San Pedro, San Isidro, San Millán, más allá, Las Ánimas.

Vuelven los pasos a las calles. Cerca se abre la plaza. Espacio de contrastes y paradojas. Vetustas casas de piedra mordidas por el paso del tiempo, medio derruidas, sacan pecho y presumen de un pasado de alta alcurnia con escudos sin un rasguño. Unos gorriones revolotean por otra de las viviendas, pero no cantan. Aves de brocha gorda.

Desde allí, se ve el depósito de agua en el lugar que antaño ocupó la fragua. Al lado, en las viejas escuelas, donde aprendieron la lección los últimos niños que corretearon por el asfalto, un letrero anuncia la sede de una asociación. Podría ser otro atisbo de vida, pero apenas tiene actividad. Y el bar, lugar imprescindible en los pueblos de Castilla, hace tiempo que no sirve un triste café.

Bien aparente están el Consultorio Médico y el Ayuntamiento. Sus paredes custodian aún hoy toda la documentación de la Comunidad de Villa y Tierra, de la que forman parte Hoyales de Roa, Castrillo de la Vega, Campillo de Aranda, Torregalindo, Fuentenebro, Moradillo de Roa, Hontangas, Adrada de Haza, Fuentemolinos, Fuentecén, Fuentelisendo, Valdezate, La Sequera de Haza, Aldehorno y Aldeanueva de la Serrezuela. En ese momento, esa caja de los recuerdos da voz a los corrillos de hombres de manos callosas que hablan de lo mal o bien que viene la cosecha, de que se ha muerto el tío tal o el tío cual, de que otra familia cerró la casa para irse a trabajar a Bilbao o Madrid...

De vez en cuando también se escuchan rezos y susurros en la iglesia de San Miguel. Incrustada en medio de la muralla, con elementos románicos y góticos que hablan de una construcción encima de otra, lucha por hacerse con el cariño de los fieles que quedan. Pero la niña de los ojos de los vecinos es Santa Juana. Santa Juana de Haza, madre de Santo Domingo de Guzmán, patrón de la provincia, nació en 1205, creció en estas calles y a ella se consagra la ermita levantada a los pies de la villa, en la cara sur.

Ese pálpito se mantiene, aunque hace mucho, mucho tiempo que ya no sacan ninguna imagen de romería. La tradición se ha perdido. Un camino bien, pero bien adecentado permite bajar hasta el templo en un tranquilo paseo (los más vagos pueden hacerlo con el coche). Mirar por el ojo de la cerradura no tiene premio. Se apagó igualmente el bullicio de las mujeres que bajaban con sus serones a por agua o a lavar a una cercana fuente. Momentos en blanco y negro apenas latentes en la memoria de los más viejos.

Pero aún queda mucho por ver allá arriba. Las vistas desde esa cara sur continúan siendo imponentes. Los buitres no paran de sobrevolar la zona. Bajo las peñonas han empezado a anidar y ponen un punto trágico a esa mañana de invierno. Esas piedras grandes parecen sujetar todo el pueblo, como si debajo de ellas estuviera un condenado Atlas a llevar a Haza sobre sus hombros. En esa base de piedra, una cueva llama la atención. Cuentan que no hace mucho se montaban comedias dentro y se ponía cine en sus paredes, que pastores y labradores se reunían allí los días de lluvia y que su tierra caliza servía para jalbegar las casas.

El paseo por el paño de muralla que va desde la iglesia de San Miguel hacia el cementerio está tan bien conservado que invita a meterse en el pellejo de quienes por allí trajinaron, se sentaron al sol o hicieron ganchillo arrullados por la cháchara de críos o vecinos de paso. Permanece esa magia a pesar de las antenas, cables y demás aparataje.

El misterio también rodea al pequeño cementerio. En medio del recinto se levanta una curiosa construcción arquitectónica, que, dicen, antaño fue un pequeño convento y que después se convirtió en el lugar para el descanso eterno de los niños que morían.

El urbanita regresa desde allí hacia el caserío. Sus pasos le guían por una pequeña puerta donde la muralla le engulle de nuevo. Los gatos le siguen de cerca. Ninguna voz se oye. Solo el bufido del viento. ¿Canta o se lamenta? Nuevos restos arquitectónicos salen a su paso. Arcos de entrada, cubos que invitan a adentrarse en ellos y mirar al sol, excavaciones que buscan un pasado remoto... De nuevo, se siente parte de la historia que hace mucho, mucho tiempo reservó una papel protagonista a Haza.