"Siempre he reclamado mi derecho a disentir"

A.G.
-

No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de esta ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Chus Klett es una de esas mujeres y esta es (parte) de su historia

Chus Klett, en el jardín de su casa. - Foto: Patricia González

*Este artículo se publicó en la edición impresa de Diario de Burgos el pasado 12 de octubre. 

En la charla informal previa a la conversación que se refleja en estas páginas y mientras Patricia buscaba el mejor rincón que sirviera de marco incomparable para hacer las fotografías a Chus Klett en su jardín, se habló de la edad, así, como de pasada. "A los setenta me encuentro estupendamente", espetó, de repente, la activista social y exconcejala ante el asombro de sus interlocutoras. "¿Cómo setenta años?". Las cuentas no salían. No solo porque su biografía es pública sino porque hace justamente seis años que una fiesta preciosa con decenas de amigos en El Huerto de Roque celebró la llegada a la condición de sexagenaria de la Klett, así que hubo que sacarle del error de forma inmediata: "Me gusta tanto ser vieja -nada de mayor, no me gusta nada esa palabra- que me pongo años y me quedo tan contenta", afirma en un alegato de la edad que firmaría cualquier alma razonablemente serena y feliz. Y es que hace ‘solo’ 66 años que María del Sagrado Corazón de Jesús Klett Sarmentero nació en Madrid en una familia burguesa con una intensa mezcla de orígenes. El más obvio, el que indica ese apellido que ha tenido que deletrear tantas veces en su vida y que se corresponde con el de Henry Von Klett, su bisabuelo paterno, que llegó a España desde la Alemania del Kaiser. "Desconozco por qué se marchó de allí, lo que sí sé es que primero vivió en Francia, donde aprendió el oficio de la seda y luego se vino a Ugíjar (Granada), donde se casó con una granadina y montó una fábrica que le fue muy bien". Su abuelo, de nombre Antonio, ya nacido en Madrid, reincidió y se casó con otra andaluza, una malagueña, por lo que por sus venas corre no solo sangre alemana sino del sur de España. Por la parte materna, precisa, son todos de Valladolid. Su madre, a la que adoraba y que está aún muy presente en su vida -igual que los ángeles, en los que cree profundamente y de los que dice que si nos quedamos en silencio podemos escuchar sus trajines a nuestro alrededor- era hija de un médico de pueblo.

Ese abuelo Antonio fue desaparecido y muerto "por los que llamaban ‘los rojos’ a pesar de que no tenía afiliación política alguna" en el Madrid de la Guerra Civil, una experiencia muy traumática para el padre de Chus, que la vivió con apenas 16 años , que más tarde se alistaría en la División Azul y que a pesar de todo lo que había vivido su hija lo recuerda como "un disfrutón, igual que yo soy ahora".

No tiene esa misma memoria cuando piensa en la niña que fue, ya que asegura que no era del todo feliz porque su mayor anhelo era ser un chico. Pero nada de haber nacido en el cuerpo equivocado o ser un niño trans, que dirían ahora los posmodernos. Lo que quería Chus era dinamitar los mandatos de género y disfrutar de lo divertido de ser un chico: dormir con sus tres hermanos mayores (es la pequeña de cuatro en total), jugar con ellos y pasárselo igual de bien, pero en vez de eso tenía una habitación para ella sola y un montón de muñecas que andaban y hablaban y que eran el objetivo de las travesuras de los chavales de la casa.

Hasta en tres colegios de monjas estuvo nuestra protagonista. María Inmaculada, Jesús Maestro "que era el colegio más finolis de mi barrio, Argüelles" y de donde la echaron con el argumento de que era "la manzana podrida del frutero", con el consiguiente disgusto de su madre a pesar de que fue porque se negó a delatar a una amiga que había escrito un ‘anónimo’ contra las monjas, y las Dominicas, donde terminó el bachillerato y se encontró muy bien con aquellas religiosas "que eran muy progresistas". COU lo cursó en el CEU-San Pablo, "un sitio también muy pijo".

Llega a la universidad a estudiar Sociología -a pesar de que siempre quiso ser psiquiatra, en el último momento no se decidió por Medicina-, y la joven rebelde y reivindicativa que había sido hasta entonces se convierte en lo que llamaban ‘ácrata’, una de las tribus políticas de los 70, y su biografía se empieza a acelerar tanto que parece que haya vivido varias vidas. Porque a la vez que cursaba esa licenciatura impartía clases de inglés en el colegio FEM, laico, privado y uno de los primeros bilingües que hubo en Madrid, y por libre hacía Filología Inglesa por Magisterio. "Siempre me ha cundido mucho el tiempo. En cuarto de Sociología me casé y cuando acabé me fui a Logroño donde mi marido hizo las milicias universitarias. Aquel fue un año magnífico, yo trabajé dando clases y ayudando a un antropólogo, Luis Vicente Elías, recogiendo por los pueblos antiguas canciones del folclore que grababa en un casete, me lo pasaba genial, yo siempre he disfrutado mucho de la vida".

Al volver de la capital riojana el joven matrimonio comparte piso en el barrio obrero de San Fermín con otra pareja y un amigo, algo que era bastante común en la época y que, según recuerda, espantó por igual a sus padres y a sus suegros la única vez que fueron a visitarlos: "Imagínate, ver a su niña viviendo con tanta gente y en una casa con rejas y al ras de la calle. Allí descubrí yo lo maravilloso que es el movimiento vecinal porque en mi barrio no lo había y empecé a ir a las reuniones de las asociaciones". El germen de su activismo y de su vida política está ahí pero, sobre todo, en la inspiración de sus hermanos mayores y su entrada en la Facultad de Sociología: "Los dos primeros años que pasé allí estaban los grises dentro. A mí me han pegado y he entrado a clase con el carnet en la boca y la imagen que tengo yo de la represión es la de los caballos bajando por las escaleras, era una cosa impresionante. Estaba implicada pero nunca en ningún partido, me llamaban ‘la ácrata’ porque iba por libre. Mi madre sufría porque le habían salido los hijos rojos, ella era muy católica pero como no era nada ñoña y sí muy inteligente, nos decía, después de ese berrinche, que lo que quería era que fuéramos felices".

En cualquier caso, y a pesar de que estos fueran factores determinantes para ser una persona de izquierdas, Chus Klett asegura que en su fuero interno siempre supo de qué lado estaba: "La creencia interna de que el mundo es manifiestamente mejorable y de que qué mal nos portamos unos con otros la he tenido desde que era muy pequeña. Lo de que me conmueva ver a alguien sufriendo por ser injustamente tratado es un sentimiento que reconozco en mí desde niña. Yo no me conformo, reclamo el derecho a disentir y en estos días que corren me niego a que nos gane la batalla el miedo colectivo este que se ha instalado en la sociedad y que está haciendo que dejemos de mirarnos a la cara y de querernos y de que nos quieran. Estoy aterrada por eso, no porque tenga miedo a morir. Descubro miradas y comentarios de una culpabilización al que se contagia que me pregunto qué es esto que nos está pasando. Me aterra y me entristece muchísimo".

Aunque la ametralladora verbal que es Chus Klett pasa de su memoria de los años 70 al actual momento de la pandemia con una rapidez admirable conviene recapitular. ¿ Cómo aterrizó en Burgos esta descendiente de alemanes, andaluces y vallisoletanos nacida en Madrid? Por la vía del amor. Ennoviada desde los 16 años con Tito, un burgalés de raigambre que ya protagonizó estas páginas, el trabajo de él trajo a la pareja hasta Villadiego. Reconoce que el primer contacto con esta provincia no fue de los que enamoran. "Recuerdo que íbamos por el Espolón y nos encontramos con la madre de mi novio y sus amigas y una de ellas me preguntó que de quién era. Me quedé helada. ¿Cómo que de quién soy? Me aclararon que me preguntaba por mi familia. Aquello me ofendió muchísimo, me pareció una intromisión, así que esa primera vez con la ciudad fue solo regular. Luego, cuando iba allí desde Villadiego a participar en el grupo de Amnistía Internacional y en otras actividades conocí a otro tipo de gente y me reconcilié, porque al principio no sentí que Burgos podía ser mi casa".

La vida en el pueblo la recuerda con cariño a pesar de que no tuvo nada que ver con la idea bucólica con la que llegó -"pensé que iba a tener una casita con gallinas y siempre vivimos en un piso y sin ascensor"-. Le pasaron allí muchas cosas buenas: participar en la creación del grupo de teatro Espliego, en el que se ocupaba de la parte técnica, "yo, que no sé ni poner un enchufe, pero me apañaba", crear un grupo de amigos inquebrantables que le duran hasta hoy y, sobre todo, criar a sus hijos, Germán y Marta, en ese entorno: "Si hay algo de lo que estoy orgullosa en la vida es de mis hijos, son seres excepcionales, y fue muy fácil criarles en Villadiego no siendo yo de allí porque tuve amigos cerca que fueron mi segunda familia. Crecieron con mucha libertad, tanta, que a los 5 años ya tenía llaves de casa, porque vivir en un pueblo era maravilloso y seguro y creo que por eso han salido tan responsables y tan autónomos".

Allí siguió con la enseñanza, primero con clases particulares. "La verdad es que me dediqué a esto porque esa fue la oferta que encontré la primera vez que entré en la bolsa de empleo de un sindicato estudiantil cuando estaba en la facultad. Si hubiera sido de librera, tan a gusto que lo hubiera cogido. Pero seguí dando clases y luego pasé al instituto, donde además de inglés impartí Filosofía y Ética durante nueve años". La experiencia fue muy buena, cuenta, porque allí lo académico nunca fue lo importante: "Era educación de verdad, no solo enseñar inglés sino saber lo que le pasa al chaval porque conoces a su familia y sus circunstancias. Había otro tipo de contacto, de cariño y de interés".

Diez años después se trasladaron a Burgos: "Yo soy un culo inquieto, me canso de los sitios y ahora mismo me iría ya de aquí, que llevo 40 años, me iría a un sitio de mar". En la capital siguió con la enseñanza en La Salle y en la Escuela de Relaciones Laborales pero lo dejó a mitad de curso: "Después de haber dado clase a gente a la que quería y que me importaba me preguntaba todos los días qué hacía yo allí dando Sociología de las Relaciones Industriales, que es una asignatura horrorosa".

Desde entonces, su vida laboral se desarrolló ya siempre en el tercer sector hasta su jubilación y siempre compaginándola con la labor voluntaria -que ha sido uno de los grandes ejes de su vida- desde el Centro de Voluntariado Social. En ella sigue -a la vez que ejerce de abuela amantísima- tanto en la cárcel como en Burgos Acoge, en el CAMP de Fuentes Blancas, en la junta directiva de la asociación de fibromialgia, patología que padece desde hace años, y haciendo acompañamiento a personas con enfermedad avanzada. También echó una mano con las mujeres prostituidas en Betania, con cuya responsable de entonces, Ana Almarza, le une aún una gran amistad, y en Proyecto Hombre en 1991 cuando Gamonal mostró su rostro más insolidario -"a mí me ponían silicona en la cerradura del coche, aquellos momentos fueron de mucha violencia"-. Para Klett, aquella indigna reacción ciudadana, como las que acompañaron a la ubicación de la casa de acogida de La Encina y del CEIS son algunos de los episodios más vergonzantes de la ciudad: "Y El Encuentro, por favor, que llegaron en 1992 de manera provisional y ahí siguen". Hay una razón por la que siempre se ha acercado a las personas que habitan los márgenes: "Cuando estoy con ellas siento que es donde quiero estar porque yo lo elijo, lo demás en la vida me viene dado. En esos contextos me mido a mí misma y confirmo esto que mantengo a ultranza de que todos tenemos el mismo valor, por no hablar de que yo podría estar en su lugar perfectamente porque todos somos producto de nuestras circunstancias".

Al lado de la labor humana y humanitaria que trufa su biografía, el paso de Chus Klett por la política resulta casi una anécdota a pesar de que estuvo varios años en el Ayuntamiento, primero en la oposición con Izquierda Unida y más tarde en el equipo de Gobierno de Ángel Olivares donde fue la primera concejala de la Mujer. "La experiencia de estar en un partido fue amarga en el sentido de que es uno de los espacios más cainitas que he conocido en la vida. También diré que me divertí más en la oposición que en el Gobierno aunque fue estupendo crear recursos para las mujeres". Un par de años después dimitió: "Nunca me vi en la batalla de lo político, lo mío es la batalla del hacer: Por las mujeres, por las minorías, por lo que se me había encomendado... y cuando sentí que tenía que hacerme peor persona si quería sobrevivir, me marché. Hablo de mí, no quiero decir con esto que hubiera malas personas, sino que sentí que para manejarme en ese contexto tenía que aprender mañas que me daban mucha ansiedad y a las que no estuve dispuesta".