Martín García Barbadillo

Plaza Mayor

Martín García Barbadillo


Verano, 1987 Escena 3

23/08/2021

Javi, Víctor y Rulo son tres chavales de 14 años que pasan todo el verano del 87 en Burgos ciudad.

«Tíos, hoy nos vamos de excursión». Nos soltó Rulo a Javi y a mí cuando llegamos al Rompeolas, nuestro descampado. No nos quiso decir dónde, a pesar de la chapa que le dimos, pero una vez más nos dejamos llevar. Cruzamos la ciudad a lo ancho, atravesamos el río y llegamos a las vías del tren, la primera parada. Rulo sacó tres monedas de duro y las puso en un raíl. Cuando llegó un mercancías las aplastó y saltaron disparadas. Tardamos en encontrarlas y eran como unas medallas finas y grandes. Rulo nos dio una a cada uno y se quedó con otra, no dijo nada, no hacía falta. Yo todavía la guardo en casa.
Continuamos caminando, cuesta arriba, ya fuera de la ciudad, cerca de Cortes. Nos estábamos empezando a mosquear de verdad cuando Rulo dijo «esto es». «Pero chaval, si es el vertedero, ¿a qué venimos aquí?». «A surtirnos. Ahora vas a ver», contestó, chulo como siempre. Nos explicó que la fábrica multinacional de patatas fritas de la ciudad tiraba allí las bolsas que no se podían vender porque tenían defectos de impresión: el nombre del aperitivo aparecía dos veces, estaba cortado... «Pero lo de dentro está bueno».
En esa época bajar la basura era dejar la bolsa en un montón al lado de una farola, no existía el reciclaje ni la separación de residuos, así que allí había de todo y un olor bestial a basura en descomposición. No éramos los únicos que estábamos merodeando: vimos a unos tipos mayores buscando chatarra y a dos grupos de chavales haciendo lo mismo que nosotros, pero no tuvimos ningún conflicto con nadie, sobraba riqueza para todos. Nos metimos en faena y llenamos la mochila que traía Rulo de bolas de queso, fritos, patatas y otras cosas que no habíamos visto antes. Nos largamos sin ver a ningún vigilante ni nada parecido y nos tumbamos en una altura no muy lejos, a la sombra de unos pinos raquíticos, para dar cuenta del surtido. «¿Os mola el picnic?», preguntó Rulo con la boca llena. «Pues qué quieres que te diga: estás cosas naranjas saben a starlux y además podías haber traído agua que voy a palmar de sed», le dijo Javi. «Venga tío, disfruta las vistas y calla la bocaza». Desde esa loma se veía toda la ciudad, que parecía pequeñísima, un pueblo, poco más que un punto rodeado de rastrojos que se perdían por el horizonte. Nos quedamos mirando un rato y Javi dijo: «Nuestro barrio son aquellas cuatro casas. Y nosotros que nos creíamos los reyes de algo». Recogimos y salimos sin hablar cuesta abajo, buscando desesperadamente una fuente por El Crucero, camino de nuestro reino de juguete.

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