Exóticas a los ojos de una veinteañera vasca

A.S.R.
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A la socia del Estudio AU Arquitectos le sorprendieron el folclore, los trajes regionales, «tan ricos y tan diferentes a los de mi tierra», el sonido de la dulzaina o la mezcla de toros, religión y jarana popular

Arantza Arrieta, hace veinte años junto a su marido, Félix Escribano, con el que comparte estudio, y su hijo mayor, Guillermo, vestido de castellano, con cuatro años. - Foto: Cedida por Arantza Arrieta.

Exotismo puede ser la palabra que defina los primeros Sampedros vividos por Arantza Arrieta (San Sebastián, 1962). Tendría 25 años cuando se introdujo en sus primeras fiestas con su entonces novio y hoy marido, Félix Escribano, con el que comparte estudio (Au Arquitectos).

«Me resultaron sorprendentes, sobre todo, por las manifestaciones de folclore porque en todos los sitios hay fuegos artificiales o aglomeraciones de gente, pero me llamaban mucho la atención los Gigantillos y los trajes regionales», rememora la arquitecta y fija su mirada en esos atavíos. «Son muy diferentes a los del País Vasco. Allí son muy sencillos, de pescadores, caseros, con telas muy simples, sin adornos ni joyas. Aquí era todo lo contrario. Me asombraban los oros, los pendientes, los collares, los brocados. Me chocó mucho y la Gigantilla me parecía el paradigma de todo», tira del hilo de la memoria.

Por las mismas razones, la música también le sonaba pintoresca. «Hasta entonces no había oído la dulzaina. Allí, los instrumentos tradicionales eran el txistu y el tamboril», prosigue y detecta en aquellos años ochenta la ausencia de charangas, algo impensable en su tierra, donde cualquier fiesta era con un bombo. «Aquí todo me parecía mucho más serio y formal».

Aunque la distancia entre San Sebastián y Burgos apenas pasa de 200 kilómetros, a Arantza Arrieta las fiestas de la ciudad de su novio no se le parecían en nada a las suyas. Tampoco en lo referente a los toros. «Allí había, claro, pero no estaban incorporados a la fiesta popular como aquí, tan asociados a las peñas», continúa y resume que se trataba de un cambio cultural grande respecto a Pasajes de San Pedro, el pueblo donde pasó su infancia fiestera. He ahí su referencia. «Allí todo el mundo participaba de la fiesta, el cien por cien, no había nadie que no saliera de casa vestido, bailara o tocara música. Aquí, aunque ahora sí hay mucha gente joven que participa, me da la sensación de que la mayoría la mira desde fuera», anota y apostilla que en San Sebastián ocurre un poco lo mismo.

De sorpresa en sorpresa, con la iglesia se topa. «De alguna manera, que en los festejos haya una parte religiosa me pareció sorprendente. Me sigue llamando mucho la atención la ofrenda floral, en la que participa todo el mundo y todos con ese componente religioso. Allí está al margen de la fiesta popular», sigue en ese mundo de contrastes que experimentó en aquellas primeras visitas a la que después se convertiría en su ciudad y en la que con el nacimiento de sus hijos (tiene tres) cambiaría su manera de honrar a San Pedro.

«Desde el minuto uno, mis niños tuvieron traje de castellanos, íbamos a la ofrenda floral y si había cualquier otro tipo de acto allí nos presentábamos. A ellos les gusta participar, ver los Gigantillos... Sales a la calle con otro talante y lo haces a todas horas del día», destaca y reconoce que también han tenido años en los que escapaban de todo barullo.

De un tiempo a esta parte, dice, las actividades se han multiplicado, aunque cree que aún hay un déficit importante: el ocio para los jóvenes. «Me horroriza el tema río. Hay algo que se está haciendo mal. No puede ser que la fiesta de los chavales consista en ir a beber al Arlanzón, quizás ir a un concierto y luego seguir bebiendo en las Llanas. Me niego a pasar por allí, pero menudas condiciones. Aunque ellos son felices así, los padres vivimos con angustia esa edad», reflexiona antes de perderse de nuevo por las calles con toda la familia, con la que solía compartir los Sampedros, que, tras 30 años, ya han abandonado su exotismo.