Una huella casi olvidada pero difícil de borrar

O.C.
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El primer arquitecto municipal, Fermín Álamo, dejó su impronta en Miranda en más de cincuenta edificaciones de todo tipo. En 1937 falleció a los 52 años, pero su legado continúa a pesar del poco reconocimiento en la ciudad

Una huella casi olvidada pero difícil de borrar

Fue el primer arquitecto municipal de Miranda. Su sello está en buena parte de los edificios más representativos de la ciudad. Además, redactó las primeras ordenanzas de edificaciones y supervisó el desarrollo urbanístico de la ciudad durante los trece años en los que estuvo en su cargo. Fermín Álamo estuvo vinculado a Miranda gracias a su puesto en el Consistorio desde 1924 hasta 1937, cuando falleció en Agoncillo donde acudió con su amigo, el jefe de bomberos de Logroño, para comprobar un pabellón que se acaba de quemar. Cuando entraron, la nave se hundió y falleció con 52 años. 

Este fue su triste final, pero antes le dio tiempo a dejar su huella en Miranda y en su Logroño natal. Suyo es el bloque de la calle La Estación 18, donde ultiman la primera restauración de un edificio de este tipo en la ciudad. El resultado final contará con un guiño a Álamo, porque el arquitecto responsable, Julio Santamaría, colocará una placa con la firma de su creador, tal vez para paliar el desconocimiento que Santamaría percibe que existe entre los vecinos sobre la figura del primer arquitecto municipal, autor de los kioskos de la plaza de España y del parque Antonio Machado, del Apolo o del colegio Aquende entre otros muchos ejemplos.

Santamaría siente que Fermín Álamo es un personaje «olvidado en Miranda, al que no se ha dedicado ni una calle, ni una plaza para honrar su memoria». En la capital riojana su figura luce el reconocimiento que le falta en la ciudad, porque allí el Colegio de Arquitectos de La Rioja puso su nombre a sala de exposiciones de su fundación cultural. Álamo nació en un familia acomodada, estudió arquitectura en Barcelona y acabó sus estudios en 1911. Ese mismo año participó en el concurso para construir la plaza de España de Sevilla, dentro de la Exposición Iberoamericana. Su anteproyecto no ganó, pero su idea no quedó sin recompensa porque «sorprendió de tal manera al jurado, que fue catalogado como exótico y le dieron 7.500 pesetas de 1928, lo que era un pastizal», apunta Santamaría.

Los viajes y las postales que coleccionaba servían a Álamo para inspirarse, para dar vistosidad a sus obras pero sin olvidar las necesidades «porque era una persona que estaba muy al pie de la calle», remarca Santamaría. Sobre el estilo que tenía, reconoce su capacidad de adaptación porque «al principio se mantenía a caballo entre la tradición y las cositas especiales que empezaba a meter», apunta. La evolución siempre estuvo presente en su obra y Santamaría destaca que «sus soluciones estéticas y constructivas fueron variando constantemente, pasando primero por el historicismo y el regionalismo, también por el denominado eclecticismo, hasta llegar a 1929 en el que se produce su cambio hacia el expresionismo».

En la época en la que trabajaba dentro de la plantilla municipal, compaginaba esta labor con los pedidos que recibía de manera personal, y por eso en trece años como arquitecto público le dio tiempo a dejar tanta huella. De lo que podía hacer sido, Santamaría opina que «era alguien que habría aparecido en todos los libros de arquitectura y que estaba llamado a ser una figura muy importante para la arquitectura posterior a la Guerra Civil».

Por su labor y su gran capacidad de trabajo, Santamaría espera que la ciudad reconozca, aunque sea tarde porque ya se han perdido más de una decena de edificios suyos, la figura de este referente «del que nunca he podido ocultar mi admiración».