El nombre de las mujeres

ESTHER PARDIÑAS
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Hablar de las mujeres que a lo largo de la historia aparecen en el archivo catedralicio es tratar de poco más que un nombre

A la izquierda, sepulcro de Mencía de Mendoza y Pedro Fernández de Velasco; a la derecha, Beatriz de Suabia. - Foto: Alberto Rodrigo

*Este reportaje corresponde a la serie 'Ochocientos años de un templo y una ciudad' (Catedral guardada / 18) y salió publicado en la edición impresa de Diario de Burgos el pasado 18 de octubre. 

Si seguimos a Jacques Delarum, que participó en la colección Historia de las mujeres de Occidente, o al filósofo Antonio Pérez Estévez, que se adentra en las doctrinas de Santo Tomás de Aquino y en la influencia de Aristóteles que nos negó un lugar parejo al hombre, y en el concepto de lo que significaba ser mujer para la iglesia en la Edad Media y siglos posteriores, si partimos de la reforma gregoriana (1073-1085) o incluso en tiempos mucho más cercanos del lugar que Pío IX reservó a las féminas, nos daremos cuenta de por qué para poder hablar de ellas deberemos partir de la figura de un hombre.

Las mujeres que aparecen vinculadas a la catedral son siempre ‘la mujer de’, ‘la viuda de’… Siempre están presentes, pero en la mayoría de los casos son solo acompañantes. Son ellas en función de sus maridos, sus padres, sus hijos. Hay pocas excepciones, las que marcan aquellas mujeres que por su posición social, poder y riqueza tenían nombre por sí solas: Beatriz de Suabia, la infanta Sancha, Beatriz de Portugal -sobre la que ya trató José Antonio Gárate en estas páginas-, Isabel la Católica y muchas otras reinas; Doña Mencía de Mendoza y otras mujeres de los condestables y duques de Frías. Ellas consiguieron entrar en la Historia con mayúscula. No hablaremos en esta ocasión de ellas. Pero las demás, tal y como explica Carmen Blanco Valdés en su artículo sobre ‘La mujer en la literatura de la Edad Media’, solo son consideradas como solteras, casadas, viudas o como madres.

Ava es la primera mujer que encontramos en el archivo en el año de 972, junto a su marido el conde de Castilla. Fue fundadora de la abadía de Covarrubias. También aparece su hija Urraca. Jimena, la mujer del Cid, quedó para siempre presente en su carta de arras en el año 1074. Elvira en el año de 1200 aparece junto a su marido en la donación que ambos hacen de las heredades que tenían en Piélagos y Berzosa, a la iglesia de Santa María de Burgos y a su obispo Marino.

A partir de estas fechas una sucesión de mujeres cristianas, árabes y judías quedarán plasmadas en los documentos, en los que siempre se expresa el consentimiento marital para que puedan vender, donar, arrendar, comprar... En 1212 Galiana, casada con el moro Abderramán, cedía al canónigo Domingo un huerto en Santa Águeda. Sin duda, Galiana conoció a Estefanía, cristiana y mujer del alcalde de Burgos Pedro Sarracín, porque ambas aparecen implicadas en sucesivas ventas y compras de esas huertas.

El 8 de agosto de 1215 el obispo Mauricio nombraba administrador del hospital del Emperador (situado en el barrio de San pedro de la Fuente) a Fernando González y a su mujer Elena. Aunque ella seguramente estuvo también implicada en el trabajo de administrar y cuidar del hospital, es él quien recibe el nombramiento.

En el año de 1285, Leticia, siempre precedida de su marido, el judío Jucef Haraion, vendía unas viñas. 

Todas ellas participan, e incluso son las protagonistas: el 9 de febrero de 1289 Marina, la mujer del cocinero del rey, Simón Pérez, concede otra donación de heredades al hospital del Emperador, y sin embargo de ella solo conocemos el nombre. Para poder realizar cualquier tipo de contrato la mujer necesitaba una escritura de poder de su marido o tutor. El tutelaje para las mujeres quedó establecido hasta siglos no muy lejanos en los 25 años; por debajo de ellos se la consideraba menor de edad. Ellos ejercen la administración y los otorgamientos jurídicos y ellas se ven obligadas a expresar en los documentos que los otorgan «con licencia, autoridad y expreso consentimiento» de sus maridos, y en las escrituras con obligación de pago renuncian las mujeres casadas, previamente avisadas por el escribano, «…a las leyes de los emperadores Justiniano y senatis consultis Veleyano, Las Partidas, nueva constitución y leyes de Toro, que son y hablan en favor de las mujeres…», fórmulas que se repiten una y otra vez en cada documento y que aludían a esa debilidad que se suponía inherente a la mujer, incapacitada para ejercer cualquier acción jurídica.

Por los documentos conocemos por el nombre a las mujeres de los hombres que destacaron en distintas artes: Mari Sánchez de la Sierra era la mujer de Fadrique Alemán, el impresor. Inés de Vergara, la mujer del vidriero Arnao de Flandes. Isabel de Basilea fue la mujer del impresor Juan de Junta en segundas nupcias, y ella misma fue impresora, aunque su labor destacó más en el periodo en el que estuvo viuda. 

Las mujeres aparecen como tutoras de sus hijos cuando quedan viudas. En 1578 Ana de Salazar ratificaba una escritura de censo en nombre de su hijo Juan Ortega de Eguíluz. Cuando quedan viudas quedan libres de ejercer como personas físicas y jurídicas. Por eso muchas mujeres que heredaban el oficio de sus maridos lo realizarán a la muerte de éstos. Hay oficios que las están vedados. Cuando uno de los escribanos, porteros o administradores del cabildo muere y la escribanía pasa a otra persona, si había quedado viuda o hija huérfana del escribano anterior, no es raro que el nuevo nombrado se comprometa a retirar una parte de su salario para atender a la viuda, o incluso se ofrezca a casarse con ella o con la hija que ha quedado huérfana para que «nunca les falte de nada». De hecho, cuando presentan la solicitud de empleo al cabildo, suele ofrecerse esta condición como una garantía más del buen desempeño del empleo.

Encontraremos también a las mujeres como destino de la caridad de las obras pías que se dedicaban a casar o ayudar a las mujeres a tomar estado. Para ser candidata a una dote para desposarse, las mujeres tenían que ser mayores de 14 años y menores de 30. Cada año se elegía una parroquia de las de la ciudad donde se hacía el listado de huérfanas que pertenecían a la misma, y generalmente se sorteaban entre ellas tres dotes. Si la candidata no conseguía casarse antes de cumplir los 30 podía perder el dinero. 

En 1618 se prepara el memorial de huérfanas de la parroquia de San Nicolás y en la suerte de dotes entran las hijas del librero fallecido Juan Ruiz de Bustamante y María de Quintanilla, criada del platero Lucas de Zaldivia. En ocasiones los hombres casados con estas huérfanas reclamaban el dinero que aún no se había pagado. En 1763 Pablo Menara pide la dote que le había tocado en suerte a su mujer Fernanda de la Peña y en 1805 María Medel y su marido, León Martín, reclamaban la dote de la obra pía con que había sido agraciada. No era raro que se demorara el pago de estas dotes o que la agraciada la perdiera si ya había cumplido los 30. Una de estas obras pías llevaba el sugerente nombre de ‘la obra pía de las Hermosas’, fundada por el canónigo Rodrigo de Mendoza.

POR OFICIOS
Si tratamos de las mujeres por los oficios que desempeñaron veremos que muy pocas quedan reflejadas en los documentos. Aparecen varias amas al servicio de capellanes y canónigos, con largas vidas de servicio que suelen ser recompensadas a la muerte de sus señores. Encontramos una boticaria: Josefa Martínez Pardo regentaba la botica del hospital de Barrantes, junto a su marido Alfonso de Momediano, en la primera mitad del s. XVIII, y se mantuvo al frente tras la muerte de éste hasta que la sucedió su hijo. 

Tenemos en 1443 a Catalina Fernández, una padillera, oficio que consistía en hacer padillas, especie de sartenes pequeñas o también hornos de pan. Hubo más panaderas: Inés de Pesado, la panadera Toribia -que tenía el horno en el Corral de los Infantes-, María de Cañas -que tenía una casa con horno en la calle de la Panadería-, Francisca Mayor -que tenía su panadería en el barrio de San Pedro de la Fuente-. En 1775 Isabel Espiga, panadera de Arcos y molinera en Cabia, recibe una limosna porque está presa en la cárcel real. Durante la invasión francesa la panadera Gaspara de Goicochea, que suministraba diariamente pan cocido a la colegiata de Valpuesta, pedía que se aumentaran los celemines de grano que se le daban, porque era de tan mala calidad que no podía hacer todos los panes que le pedían.

Tenemos dos vidrieras: María López en 1467 y la viuda María de Orive, a quien en 13 de julio de 1525 se le encargó arreglar todas las vidrieras de la catedral por 5.000 maravedís y 15 fanegas de trigo de remuneración. María de Orive había trabajado siempre junto a su marido, el vidriero Sebastián de Vallejo. 

Aparecen bordadoras: María Vitoria de Leiva solicitaba en 1684 al cabildo el pago de las capas que había bordado y se quejaba porque su trabajo lo valoraba un sastre y no un bordador, y sus capas, que costaban al menos 7 ducados cada una, quedaban infravaloradas. María Sánchez era especiera en el XIV, y Catalina Martínez perdió su negocio de especias en un fuego en el barrio de San Esteban en 1448.

Mención aparte merecen las criadas. Con este oficio encontramos a muchas mujeres. A veces criadas comprometidas y leales que reciben a la muerte de sus amos cuantiosas dádivas. En 1438 El abad de San Quirce, Juan Maté, donaba a su criada Elvira García ni más ni menos que las casas en las que vivía en la calle Calderería, y a su criada Luisa Martínez las que tenía en la calle de San Llorente. Si bien a la muerte de estas mujeres las propiedades pasaban a ser propiedad del cabildo catedralicio. El canónigo Diego Sánchez de la Orden dejaba en 1447 todas las heredades y casas que tenía en Villapanillo a sus criados María y Diego de Villapanillo. Catalina Sáez, criada del canónigo Sancho Sánchez de Frías, recibía a la muerte de éste en 1507 una carga de trigo anual. En 1646, Isabel de Porres, criada del conde de Montalbo, recibía 72 reales por sus servicios prestados. Catalina de Cabañas, criada de Domingo de Pereda, capellán de la capilla de los Condestables, percibía en el testamento de éste una carga de trigo, un colchón y ropa de cama. 

Las criadas también son testigos de todo lo que ocurre y a veces también son víctimas. No es extraño encontrar declaraciones de testigos en las que su exposición pone de relieve peleas y secretos de alcoba que el Concilio de Trento trataría de solventar años después. 

La demanda y declaración de la criada María de Arechaga en el año de 1532 hicieron que el capellán Pedro Fernández de Soga fuera a parar a la cárcel del Husillo porque había tenido una hija reconocida con él y tenía otro en camino, por lo que pedía que la diera 30.000 maravedís y todo lo necesario para subsistir con sus hijos, pero se arrepintió de su demanda y el capellán salió de la cárcel pocos días después. 

María Érez declaró como testigo contra el canónigo Pedro Bocanegra, acusado en 1534 de maltratar a Marina de Murga. María de Burgos contó lo ocurrido como testigo de la paliza que propinó el cantor Diego Ortega al arcediano de Palenzuela, Pedro de Encinas, en el año de 1537. En 1538 la criada Casilda de Lences declaraba sobre la pendencia que en el barrio de Vega, junto a la puerta del Revellón, habían tenido el arcediano de Lara Cristóbal de Saldaña y el merino Juan de Villasante. 

La criada Marina declaraba en 1550 sobre el escándalo con armas que había enfrentado a los canónigos Juan Bonifaz, Cristóbal de Mendoza y Tomás Trapaz contra el teniente de corregidor Castro. María de Valderrama, criada, fue testigo de la huida de la cárcel del Husillo del beneficiado Diego de Valencia. 

Y hubo otras que se convirtieron en mancebas a las que el cabildo mandaba despedir de la casa que servían. Así le ocurrió a María del Castillo, a María Barahona -amancebada con el canónigo Alonso Díez de Lerma-, a María Ruiz, a María de Andagoya -manceba del racionero Diego Díez Salgado-, e incluso hubo una que sirvió de alcahueta al maestro de capilla Diego de Bruceña, su criada Magdalena de Román, en el año 1605. 

Hubo una criada que fue objeto de un milagro. María de la Torre, criada de Ana de Arana, el 9 de agosto de 1602, acudió ante el altar de Nuestra Señora de los Remedios y se curó por su intercesión.

Criadas y señoras, reinas y plebeyas, quedaron en el olvido de los legajos y de los hombres.