Memoria del preso 5.819

R. PÉREZ BARREDO
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En el 75 aniversario de la liberación de Mauthausen y Gusen rescatamos el escalofriante testimonio del burgalés Matías Arranz Aparicio, que sobrevivió durante cuatro años al infierno en los dos campos de exterminio nazis

Matías Arranz, durante la entrevista que DB le hizo en su casa en 2004. - Foto: Ángel Ayala

Como ya no tenían nada, ni fuerzas ni esperanzas, no receleron del silencio con que amaneció aquella jornada de mayo; tampoco la curiosidad incitó a ninguno de aquellos despojos humanos a asomar la nariz fuera de los barracones. Sólo esperaban la muerte entre los jergones raídos y el hedor de sus famélicos cuerpos, una nauseabundo mezcolanza de excrementos, indignidad y miedo. El preso número 5.819 siempre recordó muy bien ese día, el extraño silencio primero y las irreconocibles voces que lo rompieron después, y que sumió a todos en la incredulidad. Para poder sobrevivir al infierno el preso número 5.819 había tenido que olvidar muchas cosas, pero no su nombre -se llamaba Matías Arranz-, ni sus orígenes, un remoto lugar abrazado por el Duero llamado Vadocondes, donde parte de su corazón de infancia se había quedado latiendo entre viñedos.

Aquel día de mayo de hace 75 años el burgalés Matías Arranz y varios miles de compañeros de infortunio volvieron a la vida cuando unos perplejos y sobrecogidos soldados norteamericanos entraron en los campos de exterminio nazis de Mauthausen y Gusen, de donde ya habían huido los alemanes, y abrieron los portones de los barracones al grito de ¡Free! ¡Free! (¡Libres! ¡Libres!). La escuálida legión de almas en pena salió despacio, temerosa y desconfiada, como resucitada de entre los muertos. Matías Arranz recordó muchas veces ese momento a la vez mágico y terrible. Apenas si podía sostenerse en pie después de haber sobrevivido cuatro interminables años en aquella industria del horror y de la muerte. Una imagen se grabó en su memoria con más nitidez que cualquier otra: la de dos compañeros abalanzándose sobre un conejo vivo que había sacado uno de sus liberadores de la granja del campo; despedazaron al animal con los dientes, como bestias iracundas, y se lo comieron crudo, empapados en sangre.

A Matías le dolía recordarlo, pero no dejó de hacerlo nunca: desde aquel momento y hasta su muerte, acaecida en 2008, lo contó una y otra vez a todo aquel que quiso escucharle. Lo hizo en privado y en público: para este periódico, sin ir más lejos, en un reportaje que se le hizo en su casita del pueblo de Palau de Vidre, cerca de Perpignan. Consideraba que era una obligación. Que había que recordarlo constantemente para que no se olvidara. Y para que algo así no volviera a repetirse nunca. Algo así: los campos de exterminio del nazismo, quintaesencia de la barbarie humana. Cuando se cumplió el sesenta aniversario de la liberación de Mauthausen y Gusen fue el burgalés Matías Arranz, en presencia de los principales líderes del mundo, quien tomó la palabra para convertirse en la voz de las cientos de miles de personas que padecieron aquella infamia. Por las pocas que, como él, sobrevivieron. Y por la memoria de las que fueron incineradas en los hornos crematorios después de morir de extenuación o de hambre, o asesinados por los caprichosos carceleros, que a menudo entretenían las horas disparando desde sus puestos como en si aquello fuera una caseta de feria.

De horror en horror. Tras combatir con el bando republicano, Matías Arranz se refugió en Francia en 1939. Poco después, fue reclutado por el ejército galo para combatir a los alemanes: lo hizo en aquel espantoso teatro que fue Las Ardenas y en la defensa de París, donde fue capturado. El 27 de enero de 1941 le metieron en un vagón de tren en el que se hacinaban decenas de hombres. Tras un viaje penoso de muchas horas llegó a su destino. Había un gran muro, alambradas y barracones. Al otro lado, hombres esqueléticos. El soldado alemán que los guio al interior se lo dejó muy claro esbozando una sonrisa siniestra, despojada de toda humanidad: "Entráis por la puerta pero saldréis por la chimenea del crematorio... Aquélla", indicó apuntando a lo lejos, allí donde salía un humo gris que desprendía hedor a carne quemada.

Matías pensó que aquello era el fin. Pero sobrevivió a todas las torturas. "Por voluntad y suerte", contaba bienhumorado. Una úlcera en el estómago le quitó el apetito. En buena hora: cada tres días des daban de comer nabos cocidos, un engrudo parecido al arroz y pan ácimo. Eran explotados salvajemente. Golpeados salvajemente. Torturados salvajemente. Marionetas de los nazis. Matías recordaba que había guardianes que se entretenían ensayando su puntería con ellos. O mandamases que un día decidían que los de los barracones 20 al 24 eran inválidos y debían ser exterminados. A quien flaqueaba en el duro trabajo se le remataba con un pico o era condenado a ahogarse en un barril de agua con cloro. Dejó de pensar en su familia para no debilitarse. Dejó de pensar en todo aquello que le hacía frágil. Resistió. Sobrevivió. Cuando los norteamericanos liberaron el campo apenas se tenía en pie. Pero pudo abrazarse a sus compañeros. Aquel día de mayo de 1945, el preso número 5.819 recuperó su nombre, su dignidad y su libertad. Desde entonces hasta su muerte se convirtió en la memoria exacta de aquel horror. Era imposible el olvido.