Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Presos sin condena

25/02/2019

Andrés está inquieto. Hace pocos días que ha entrado en la cárcel el responsable de que se encuentre entre rejas y tiene presente que, si no llega a ser por la confesión de ese soplón, que va mendigando protección por cada esquina, hoy sería un hombre libre.
Ambos cruzan sus miradas y se esquivan. Este convicto corpulento, que cumple condena en la prisión de Texeiro por tráfico de drogas, sabe que no es el momento. Da una profunda calada al cigarro y comenta para sí mismo: «La venganza se sirve en plato frío». A su espalda, en esta fría mañana de niebla y tímido sol, algunos presos juegan una pachanga en el patio y, en torno a él, otro grupo se reúne en semicírculo. Con disimulo, se pasan algo de mano en mano, hasta que el objeto llega a su poder.
La cárcel está masificada. Desde hace más de un año no han dejado de entrar decenas de internos y las alarmantes bajas por jubilación de los funcionarios se han amortizado. La situación está a punto de desbordarse. La falta de personal aumenta el descontrol y los niveles de violencia.
Es hora de reponer fuerzas. Los presos desfilan uno a uno con sus bandejas antes de sentarse en las mesas. Los dos únicos funcionarios que vigilan son conscientes de que es uno de los momentos más calientes de la jornada y su capacidad para hacer frente a un posible conflicto es reducida.
Mientras los más rezagados apuran el menú, los encargados del servicio de limpieza comienzan a hacer su tarea. Andrés, que lleva meses barriendo el comedor, pasa la escoba entre las sillas, acercándose lentamente a la zona en la que se encuentra su delator. Brúscamente, se abalanza sobre él, saca su rudimentario pincho, lo inmoviliza y se lo clava varias veces en el cuello. Su presa se desploma sobre un charco de sangre. La pareja de funcionarios corre a auxiliar al herido y trata de movilizar al agresor, no sin antes dar la voz de alarma. Andrés, en un arrebato de ira, fuera de sí, consigue escaparse del primero y golpea con violencia al segundo partiéndole la mandíbula.
La realidad que se vive en los centros penitenciarios españoles es cada día más complicada. Los funcionarios de prisiones llevan dos años movilizándose, denuncian la patente falta de personal, la masificación en las cárceles, el aumento de las agresiones y reivindican ser reconocidos como agentes de la autoridad y una subida salarial que no llega.
El pasado año, el Congreso de los Diputados dio luz verde para acometer la reforma legal que reconoce a los funcionarios de prisiones como agentes de la autoridad, equiparándoles a policías nacionales o guardias civiles. Esta iniciativa, que todavía no se ha ejecutado, permitiría a los trabajadores un mayor control sobre los presos en caso de que sea necesario el uso de la fuerza -no tendrían que ir a corazón abierto, sino que podrían portar instrumentos coercitivos-, así como una mejora de sus derechos y su protección, ya que, entre otros aspectos, en el caso de tener que testificar contra un reo ya no deberán dar su nombre y apellido en los tribunales, sino que les valdrá con un número identificativo, guardando su anonimato y evitando posibles coacciones.
 Si la necesidad de convertirles en agentes de la autoridad es vital para tratar de minimizar daños, el problema de la falta de personal es el otro gran caballo de batalla de un colectivo que en muchas ocasiones se encuentra sobrepasado por la situación. Los sindicatos han advertido que son necesarios cerca de 3.400 nuevos profesionales para atender a toda la población reclusa. Es preocupante, pese al descenso que se ha experimentado en la última década, que cada día y medio los empleados públicos sufran agresiones de presos en alguna cárcel. Si la plantilla es deficiente y el número de convictos a los que hay que atender aumenta, el índice de altercados se incrementa exponencialmente, lo que provoca un repunte del estrés y la necesidad, en muchos casos, de recibir tratamiento psicológico, porque ellos mismos se erigen en protagonistas de una realidad extrema y angustiosa.
Andrés está en una celda de aislamiento tras lo acaecido. Ha amenazado de muerte a un vigilante y la multa que le han impuesto -240 euros- es la misma que hubiera afrontado tras romper un lavabo.
La desprotección que tienen los funcionarios de prisiones es alarmante. El abandono que padecen resulta incomprensible. Jugarse cada día la vida por la falta de medios les convierte en presos sin condena.