Huelga contra la muerte

R.P.B.
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Hace ahora 100 años que la sociedad burgalesa se unió para solicitar el indulto de un reo condenado a la pena capital. La ciudad detuvo su pulso y se celebró una manifestación multitudinaria, pero no hubo clemencia y Daniel Ayala fue ejecutado

Imagen del Burgos de la época. Archivo Municipal de Burgos

Sólo podía amanecer lluvioso y tristón, pero para entonces el reo, que se había derrumbado cuando supo que su condena a muerte no sería perdonada, estaba en calma: había podido descansar unas horas antes de escuchar misa en la capilla del penal y de entregar su exiguo patrimonio -14 pesetas- para que se aplicasen en sufragio de su alma. Minutos antes de las siete de la mañana del 20 de octubre de 1920Daniel Ayala, quien tres años antes había asesinado a su mujer, Paulina Soto, cuando ésta dormía en el lecho que compartían en su domicilio de la localidad de Rábanos, se abrazó al director del penal y se encaminó con paso lento hacia el patíbulo, donde al cabo todo fue silencio. No fue la suya una ejecución cualquiera: una ciudad entera se unió y se movilizó para tratar de impedirla a toda costa. Sucedió hace ahora cien años.

Fue un reacción tan inédita como insólita, que aglutinó a todos los sectores de la sociedad burgalesa: el Ayuntamiento, la Diputación, la Cámara de Comercio, los centros de enseñanza, la prensa diaria, todas las corporaciones y colectivos juntaron fuerzas para solicitar el indulto del reo. Hacía tiempo que su abogado defensor, Manuel de la Cuesta, porfiaba por ello, agotando todas las vías posibles, redoblando gestiones ... Se logró algo muy difícil: que su expediente fue revisado en sendos Consejos de Ministros. Pero el dictamen fue siempre el mismo: la sentencia tenía que cumplirse. La víspera de la ejecución la Casa del Pueblo acogió una reunión en la que se decidió, en aras de presionar en favor del indulto, paralizar la vida de Burgos. Huelga general.

A las diez de la mañana, según rezan las crónicas de la época, la ciudad estaba detenida. Fábricas, locales comerciales, talleres, oficinas ... Todo cerrado a cal y canto salvo las boticas, estancos y alguna tienda de ultramarinos. Hubo algunos problemas entre piquetes y quienes no querían secundar la protesta con el cierre. El duelo se adueñó de las calles. Hasta se suspendió un concierto que organizado por la Sociedad Filarmónica debía dar por la noche en el Teatro Principal un quinteto madrileño. También el Salón Parisiana suspendió sus acciones. A la una y media de la tarde, la plaza Mayor registró una marea humana. Miles de burgaleses se congregaron allí para tomar parte de una manifestación encabezada por las autoridades locales y los principales dirigentes de la sociedad civil. Ésta discurrió, pacífica, por el centro de la ciudad hasta el Gobierno civil. Una comisión subió al despacho del gobernador, García Novoa.

El alcalde de Burgos, Ricardo Díaz-Oyuelos, la tomó palabra: expresó el deseo del pueblo de Burgos de que Daniel Ayala no fuera ejecutado, a la vez que protestó enérgicamente al entender que el Gobierno no había escuchado uno solo ruego desde que su supiera del cumplimiento de la sentencia; el gobernador aseguró que había trabajado denodadamente en pos del indulto, incluida esa misma madrugada, con el envío de despachos urgentes a Madrid, incluso con las mísmísima reina de España a través de las damas de la Cruz Roja.

¡Abajo la pena de muerte! Cuando la comisión dio por concluido el encuentro con el gobernador, no sin dejar de anotar por uno de los emisarios el lamento de que Burgos nunca conseguía lo que se proponía solicitando las cosas con respeto mientras en otros lares sí se salían con la suya recurriendo a la violencia, la manifestación regresó a la plaza Mayor. Allí, desde el balcón de la Casa Consistorial, el alcalde se dirigió a la muchedumbre enalteciendo los sentimientos humanos de los burgaleses. Se disolvió la manifestación con gritos de ¡Abajo la pena de muerte!

Pero no. No hubo clemencia para Daniel Ayala, a quien conmovió la reacción de sus paisanos. Durante sus últimas horas, no estuvo solo: terciarios de San Francisco le ofrecieron compañía y consuelo. Fueron ellos quienes dieron fe de la admirable serenidad y de la resignación que el reo demostró camino de la horca. El cadáver, introducido en un féretro, fue acompañado por todos los trabajadores del penal hasta el Arco de San Martín, camino del cementerio.