Abril de 1908 - El estrangulador de San Cosme

R.P.B.
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El 22 de abril aparece en el patio interior de una vivienda de la calle San Cosme el cadáver de un hombre. Los vecinos suben al domicilio del finado, pero la puerta está cerrada y nadie contesta. En su interior yace el cuerpo sin vida de una mujer

Imagen actual de la calle San Cosme, en la que hace 111 años se registró el terrible suceso. - Foto: Jesús J. Matías

LAS VÍCTIMAS: María Asunción Aspe Conde, de 27 años de edad y su marido, Miguel Iglesias Carrión, de 36 años.

EL AUTOR: Miguel Iglesias Carrión, que tras cometer el parricidio se quitó la vida lanzándose por la ventana.

EL MÓVIL: La investigación apuntó a los celos.

Los vecinos escucharon un golpe duro y seco en el patio. Eran las siete y cuarto de la mañana. Extrañados, se asomaron a ventanas y cancelas para satisfacer la curiosidad provocada por aquel ruido misterioso. Al otro lado se escuchaba el paso de algún carruaje. Estaba amaneciendo. Nadie esperaba encontrarse la escena que allí se representaba: el cuerpo sin vida de un hombre yacía de bruces en el suelo -la cabeza completamente destrozada- bañado en un charco de sangre. El cadáver pertenecía a Miguel Iglesias Carrión, de 36 años de edad, natural de Sevilla y plomero de la fábrica de gas, que residía con su mujer en el quinto piso del número 27 de la calle San Cosme.

Un dramático final para una historia que comenzó como un cuento de hadas. El joven Miguel había recalado en Burgos con motivo de la reforma del alumbrado que el ayuntamiento de la capital había decidido llevar a cabo aquel año de 1908. Al poco de su llegada conoció a María Asunción Aspe Conde, de 27 años, hija de un conocido cartero burgalés. Fue un verdadero flechazo porque poco tiempo después, el 1 de abril de ese mismo año, la pareja contrajo matrimonio. Nadie, y mucho menos la novia, podría imaginar en aquella feliz jornada, mientras pronunciaba el ‘sí, quiero’, que apenas veinte días después del enlace ninguno de los dos enamorados seguiría con vida.

Ante el cuerpo de Miguel, aquella mañana del 22 de abril, los vecinos alertaron del suceso al guardia municipal que entonces hacía la ronda por el barrio, y junto a él subieron a la vivienda del matrimonio. La puerta estaba cerrada y nadie contestaba a las persistentes llamadas. Sólo un inquietante silencio. Pocos minutos después se personaron en el lugar el juez de instrucción, don Juan Albarellos, acompañado por el forense, Mariano Miegimolle, el jefe de la guardia municipal, Andrés Maroto, y otros guardias. El juez ordenó que se forzara la puerta para entrar en el interior. Y así se hizo. Avisado un carpintero de urgencia, realizó la operación y los presentes pudieron por fin acceder a la casa.

 

EL TERRIBLE HALLAZGO

En una habitación contigua al dormitorio, tendida en el suelo y boca arriba, yacía María Asunción, con una mano entre la barandilla de un jergón de muelle, con el cuerpo todavía caliente, vestido con cubrecorsé y unas medias. Adornando su cuello tenía una estrecha cinta negra que la víctima solía usar habitualmente, según el relato posterior de familiares y amigos. El color de aquel adorno parecía presagiar su oscuro destino. Debajo de la chalina se descubrieron las marcas, patentes a lo largo de su cuello: la joven esposa había sido estrangulada por unas manos recias de varón. Por las manos de su propio marido, de la persona con la que había decidido pasar el resto de su vida. Un viaje que resultó corto, demasiado corto. Un trayecto de apenas una veintena de días.

Pocos detalles más: en la vivienda se encontraron los restos de la cena, una maquinilla de hacer té y unas cuantas pastas. Junto a una ventana abierta, en una de las estancias que daban al patio, había una silla: la utilizada por Miguel para, después de estrangular a su esposa, auparse a la ventana y precipitarse al vacío. El parricidio y posterior suicidio conmocionó a la sociedad burgalesa, sacudida muy de vez en cuando por sucesos tan execrables como el acaecido en San Cosme, 27, quinto piso.

Ninguno de los vecinos aseguró haber escuchado nunca discusión alguna entre la pareja, ni tampoco aquella noche. Más al contrario: el matrimonio parecía bien avenido y la joven era «de conducta intachable y laboriosa, merecía el aprecio de cuantos la trataban», dijeron entonces.

Pese a que nunca dio problemas que merecieran ser destacados, el carácter de él era bien distinto: pecaba de huraño y era antipático. A las preguntas de los policías, uno de los vecinos realizó una declaración que ayudó a la investigación a la hora de encontrar un posible móvil de tan horrendo e incomprensible crimen: «Era un hombre muy celoso...».

*Este artículo fue publicado en la edición impresa el 7 de diciembre de 2003