La calle de Julio Anguita

Antonio Pérez Henares
-

La controvertida campaña que ha suscitado el homenaje al político y profesor cordobés solo se entiende desde la degradación que se hace de la Transición

Julio Anguita falleció el pasado 16 de mayo a los 78 años después de una vida política intensa en la que dejó su impronta comunista

El cordobés Julio Anguita es, sin duda, la personalidad más relevante de la izquierda comunista, tras el ocaso de Carrillo, de todo el período democrático. Carisma, honradez y coherencia hicieron de él una figura respetada y admirada por todos, incluidos sus adversarios.

Ello, la consideración del adversario, no era, porque ha dejado de serlo, algo inusual sino, por el contrario, bastante normalizado y habitual. Fue una de las señas de identidad de la Transición y lo siguió siendo durante todo el anterior siglo, hasta principios del 2000 cuando insensatamente se comenzó a revolver vísceras y desparramar odios. Hoy, esa es la moneda común, el rival no alcanza ni siquiera la condición humana sino que su pertenencia a los otros lo convierte en sabandija. Y ello, tuvo un precursor y un responsable. Se llama José Luis Rodríguez Zapatero y quizás esa sea la peor herencia, y las dejó malas, que su Presidencia dejó a España y el peor virus con el que infectó a la sociedad española. Él fue el Juan Baustista de Podemos y del cada vez más podemizado PSOE.

Hablo de Anguita porque hay una campaña en las redes y recogida de firmas para que le pongan una calle en su ciudad, Córdoba, de la que fue alcalde y dónde ejerció, antes y después de ser de profesor. Y lo que me resulta inaudito no es el hecho de que Julio tenga una calle, sino que pueda crearse controversia por ello. Es más, que en la propia petición se aproveche no para rendir ese homenaje conjunto de una ciudad a uno de sus hijos ilustres y recordables sino para buscar con ello el enfrentamiento y entender la cuestión como una batalla en la que lo importante no es la calle sino infligir derrota a los «otros».

 Es el penoso signo de este tiempo. Tan solo unos años atrás el Ayuntamiento, de cualquier signo, el conjunto de los cordobeses de todas las tendencias, hubieran entendido el asunto como algo de obligado cumplimiento. De cajón, vamos.

Entristece mucho que ahora no. Porque es una señal más del pus que ya emponzoña todo el cuerpo de la nación, la convivencia entre sus gentes y que despierta una enorme nostalgia de lo que ya se ha llevado este mal aire, el sentimiento común de lo que nos unía, de lo que compartíamos, por encima de las afinidades políticas e ideológicas.

Es por eso por lo que todas estas continuas arrancadas hacia el peor pasado a base de trasladar huesos, quitar calles y descabalgar estatuas me han parecido siempre la peor de nuestras vueltas atrás, de nuestra degradación y el empezar a echar paladas de cieno sobre lo mejor que hemos hecho en siglos, la reconciliación. Algunos se han propuesto dinamitarlo insensatamente sin ni siquiera ponerse a pensar en lo que luego emergerá de esa implosión. En la consabida cantinela de mentir a base de cambiar las palabras ahora a todas esas demoliciones les llaman, deconstruir. Pero solo significan lo que ocultan, que se trata simple y llanamente, de destruir. De reducir a escombros todo lo que se ha construido. La memoria colectiva también.

 Espero que Julio Anguita tenga su calle en Córdoba, o un paseo o una plaza. Y que lo sea por una abrumadora mayoría si lo someten a votación ciudadana. Sería una buena muestra de que más allá de los dislates de nuestros actuales políticos, en las gentes de a pie sigue prevaleciendo la sensatez, el afecto a los demás a pesar de las diferencia y el sentido común. Sería toda una lección.