El largo camino hacia casa

A.G.
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El CAMP de Fuentes Blancas sigue trabajando para cambiar el antiguo modelo asistencial por otro centrado en los derechos, en el proyecto de vida de sus usuarios y en conseguir que el complejo residencial se parezca a un hogar

Rosa Madurga, responsable del área asistencial del CAMP, abraza a Francisco Claudín, Quico, uno de los residentes más veteranos. - Foto: Jesús J. Matías

"Te quiero mucho", le dice una usuaria del CAMP de Fuentes Blancas a su director, Antonio Solana, al que abraza cuando lo ve pasar por el pasillo. Esta explosión de afecto, enseguida correspondida con ternura por el funcionario, es profundamente espontánea y resulta divertidamente arbitraria teniendo en cuenta que Solana ocupa su cargo hace poco más de un mes y que es más que improbable que haya podido estrechar algún lazo con la residente. Pero... ¿Hay algo mejor que dar abrazos y querer a la gente, sea quien sea y venga de donde venga? Probablemente, no. 

El CAMP de Fuentes Blancas, centro de atención integral a personas con discapacidad intelectual gravemente afectadas, que mantiene el nombre con el que se inauguró en 1982 y que hace referencia a la denominación de ‘minusválidos’ de aquella época, es un lugar muy duro por la gravísima afectación de las personas que allí viven y por el ímprobo trabajo de su plantilla para mantenerlas en las mejores condiciones y respetar su proyecto de vida. A pesar de ello se respira mucha calidez y se va notando el esfuerzo por hacer que se parezca lo más posible a un hogar, que es el objetivo en el que la Administración viene trabajando desde que ratificó la Convención de Nueva York sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad del año 2006. En una esquina de la entrada, por ejemplo, hay un bonito collage con un montón de fotos en blanco y negro: son los residentes cuando eran niños. María Antonia Paniego, gerente de Servicios Sociales, que fue directora de este centro durante dos años, sugiere que se cuelgue el cuadro en un lugar más vistoso. Como haría cualquiera en su casa.

"Con aquel texto se inicia el cambio del modelo de atención a este colectivo para superar, de esta manera, el asistencialismo con el que se trabajaba hasta ese momento sustituyéndolo por derechos. Hasta entonces, digamos, las personas con discapacidad no tenían derecho a hacer muchas cosas, decidíamos por ellas, les cuidábamos pero, además, les aislábamos en guetos. En cambio ahora son parte activa de su proyecto de vida", explica. 

¿Y cómo pueden ser parte activa de su proyecto de vida personas con enormes dificultades para comunicarse? Con sensibilidad. Las familias las conocen y saben lo que les gusta y lo que no, y se lo comunican así al trabajador de referencia que tiene asignada cada una: "Trabajamos con un modelo de atención individualizada a la persona porque no todos somos iguales ni nos gusta lo mismo. Y dentro de este proyecto de calidad de vida y de atención integral y centrada en la persona, cada uno tiene un tutor, es decir, un profesional de referencia, que conoce la biografía del residente, a su familia, sus gustos y que sabe bien, por ejemplo, cuándo está cómodo y cuándo no, y con todos estos datos prepara la programación que hay que seguir con él", añade  la psicóloga Rosa Madurga, responsable del área asistencial y que trabaja en el CAMP desde el mismo año de su inauguración.

Algunos pasos se han dado ya hacia esa transformación. Parecen minucias pero no lo son. Por ejemplo, las paredes están pintadas ahora de gris, los profesionales de referencia -cuidadores y educadores- no van vestidos con uniformes de color blanco sino de un verde luminoso y con chándal, y los partes médicos ya no se cuelgan en las puertas de las habitaciones. Los manteles y edredones ya no recuerdan a una institución sino a una casa, dice Paniego. El objetivo de todo ello es quitarle el aire hospitalario al centro: "Se trata de evitar incomodidades a los usuarios, porque se sabe que el blanco de los sanitarios siempre genera algún tipo de rechazo. También se permite que las habitaciones se decoren con objetos significativos de cada residente".

Por delante, reconoce la gerente, queda mucho trabajo que hacer. Por ejemplo, que las habitaciones dejen de ser de cuatro personas para pasar a ser dobles y que los baños no estén en el pasillo sino dentro de cada una de ellas o que algunos pasillos cambien lo. Para que esto se materialice, es imprescindible un presupuesto que aún no ha llegado pero que Paniego confía en que no se haga esperar mucho. En 2015 quedó lista la enfermería del centro y los salones de encuentro dentro de ese cambio que se propuso la Junta y en la actualidad se está a la espera de que las mejoras puedan continuar. 

El CAMP tiene una plantilla formada por 200 trabajadores -76 de ellos son cuidadores; 13, educadores y hay médico, psicólogo, trabajadora social y enfermeras, entre otros perfiles- y da servicio a 120 usuarios, de los que diez están tutelados por una fundación al carecer ya de familia. El mayor tiene 80 años y ya hay 22 que han pasado de los 60, por lo que el envejecimiento de las personas con discapacidad se está convirtiendo en un reto que, según reconocen los profesionales, ya se está empezando a abordar.  

ENTRE LA TÉCNICA Y EL CORAZÓN. A Francisco Clausín -más conocido por todos como Quico- se le ilumina la cara cuando ve a Rosa Madurga, responsable del área asistencial del CAMP. Se le ilumina un poco más, queremos decir, porque este residente del CAMP lleva la alegría en los ojos de forma permanente. Pero a Rosa la reconoce. Ambos son veteranos en el centro, han compartido muchas horas juntos y es inevitable que entre ellos haya una relación que va más allá de los profesional.

La psicóloga afirma que el trabajo con personas con discapacidad intelectual gravemente afectada tiene un plus de emocionalidad del que carecen otras profesiones: "Es inevitable vincularte de alguna manera a la evolución que experimentan estas personas porque, en mi caso, las conozco desde hace muchos años".