Como un huracán que avanza atroz y despiadado dejando únicamente destrucción a su paso. Un huracán que ha durado un año y que parece que se va alejando poco a poco; tras su espalda tan sólo ha quedado la desolación y el más atronador de los silencios; un silencio que grita a voces, llega a ser ensordecedor. Y como si fueses una niña indefensa y asustada, empiezas tímidamente a asomar la cabeza para contemplar tal desastre y la magnitud del mismo; miras hacia un lado y al otro, con la mirada quebradiza y perdida como la de un niño al que le han quitado lo que más quería. Pero a pesar de lo que se puede ver en el horizonte, no hay tiempo para lamentaciones, aún queda mucho por hacer; hay que comenzar a reconstruir todo a tu alrededor; todo son escombros, pero bajo ellos aparecerá una nueva vida; no será fácil, nadie dijo que lo fuera, pero bien sabes que tampoco es imposible.

Y mientras tú aguantabas mordiendo el polvo y apretando los dientes, otros no han tenido tanta suerte y han perecido con los embistes de la vida; sorprendida aún por las pérdidas vuelves a darte cuenta de la fragilidad del ser humano porque en lo que dura un chasquido hecho con los dedos el destino puede pasar de ser blanco a ser completamente negro.

Afortunada tú, sí, que puedes seguir estando aquí con los tuyos a pesar de los daños colaterales que vas a sufrir durante mucho tiempo, pero ¿a quién le importan esos daños cuando la recompensa es la propia vida?

Ha pasado un año, tu año; el año de tu vida. Un año que se ha llevado muchas cosas pero que también ha traído otras. Un año en el que has formado un ejército fiel que ha luchado contigo en cada batalla, a pesar de la dureza de algunas de ellas; aunque también hubo quien abandonó en pleno combate.

Ha pasado un año y por muchos más que pasen, tienes la certeza de que nunca te llegarás a sentir como una superviviente de esto que se llama cáncer, sino como una superviviente de la propia vida; y de eso se trata: de la vida.