«He procurado implicarme bastante en clase»

PATRICIA CORRAL PÁRAMO
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Retratos del Burgos olvidado (XVI) | Antonio Basavilbaso García empezó Teleco y Obras Públicas, pues su padre no quería que fuese «un muerto de hambre». Cuando por fin llegó a Bellas Artes, los docentes le decepcionaron

Antonio Basavilbaso García, pintor y profesor jubilado. - Foto: Valdivielso

Con una hermana mayor, Moli, un padre albañil y un montón de amiguitos de su edad. Así es como los profesores de la guardería imaginaban la vida de Juanillo, como todavía le llaman sus padres cuando recuerdan la infancia de su primer hijo. Y nada más lejos de la realidad, porque Moli era la perra con la que trasteaba por el pueblo, su progenitor daba clases en un instituto y pintaba, con brocha fina; y en Mozoncillo de Juarros no había más niños que Juan, quien pasaba el día entre gallinas, conejos y gente muy mayor, como el pastor Silverio, con la que mantenía conversaciones de cuasi adulto.

«Mientras son pequeños es maravilloso» pero «cuando se llega a la adolescencia ya las gallinas, los conejos y las cebollas no te interesan», las aceitunas de la señora Florencia se tornan insípidas y nada importa más que ese mundo propio y absurdo para el resto, así que Juan y su hermana empezaron a decir sus padres que les tenían marginados y acabaron por convencerles de que tenían que vivir en la ciudad y, solo tras la jubilación, Antonio y Puri han podido volver a donde siempre han querido estar. 

Su historia de amor y docencia empezó en otro pueblo, en Asturias, tierra de la que estaban «enamorados tras pasar un verano salvaje» de acampada por playas y prados. «Pedíamos pueblos, lo que nadie quería, era la única manera de estar juntos», remarca Antonio Basavilbaso al recordar los primeros años de trabajo tras aprobar las oposiciones, que les llevaron por Luanco y Argoños (Cantabria) antes de regresar a Burgos. «Nos gustó la forma de vida del campo. Dar muchos paseos, la bicicleta... Todo lo que conlleva», explica. Una elección que también les ha supuesto sacrificios. Era difícil encontrar a quien cuidara de los niños en Mozoncillo, así que Antonio pidió el nocturno y, a veces, cuando iban justos de tiempo, «quedábamos en Castañares y hacíamos el traslado de capazo de coche a furgoneta», recuerdan entre risas.

«Durante la crianza yo dejé prácticamente la pintura», confiesa Antonio. La retomó al jubilarse, en 2010. «Se pasaba el día entero aquí metido, se traía hasta la comida, y solo iba a Burgos a dormir», explica su mujer, profesora de Filosofía del Comuneros hasta 2015. Se puso a pintar con la obsesión de llenar las dos plantas del Arco de Santa María y le salieron obras para cuatro pisos, explica en la primera planta de la casa de piedra, donde pinceles y caballetes comparten espacio con centenares de libros y otra mesa,  donde Antonio se vuelca con su otra gran pasión, la música.

A sus 70 años, Antonio conserva la mirada vívida de aquel niño que se gastaba la «propinilla» en tebeos del Capitán Trueno. Afortunadamente, era el segundo de 8 hermanos y así les llegaba para comprar también de Jabato, Roberto Alcázar... «Despuntaba maneras de dibujante y de pintor ya desde pequeño. Me gustaba mucho copiar las viñetas», apunta pero además era buen estudiante, lo que le supuso un gran disgusto. Quería estudiar Bellas Artes pero su padre, un recto funcionario de Comercio, que con sus ascensos llevó a la familia por Palencia, Pontevedra, Valladolid y Burgos, se negó en redondo. «Tú vas a ser un muerto de hambre» le dijo y como le concedieron una de las 3.000 becas de toda España para cursar o Ingeniería Industrial o de Telecomunicaciones, acabó en Alcalá de Henares estudiando para Teleco. «Me sonaba más bonito», ironiza.

«En mi vida había estudiado tanto», apunta Antonio, que se pasó dos años en un «ambiente de codos, codos y codos» sin conseguir aparentemente nada. «Esto no es para mí», se dijo. Así que volvió a casa y, lejos de convencer a su progenitor, se vio matriculado en Obras Públicas. Sacó Primero de calle y en el segundo curso un nuevo ascenso llevó a los Basavilbaso a Zaragoza. «Ahí llegó mi ocasión. Aproveché para independizarme», confiesa entusiasmado. Dio clases de dibujo técnico -gracias a los años de estudio obligado- y se especializó en retratos a pastel, muchos por recomendación de Luis Sáez, que en aquel entonces ya estaba «en otra onda» artística. En apenas una hora ganaba 1.000 pesetas con esos rostros de niños de familias bien, como la del padre de su padre en Argentina, hijo del presidente del Banco Hipotecario de Buenos Aires, que vino de vacaciones y conoció a su abuela en una aldea gallega. Ella nunca pudo cruzar el charco de vuelta con él, porque tenía muchas cargas familiares, pero aquí quedó esta rama de los Basavilbaso, que significa algo así como ‘el bosque redondo de la casa’.

Al tercer intento -cates «injustos» de Ingreso- y tras la mili logró entrar en Bellas Artes en Madrid, donde Puri estudiaba en Filosofía B. «¡Lo que habremos corrido delante de los grises!», recuerda ella nostálgica. Tanto esfuerzo no tardó en verse defraudado. «Los profesores que teníamos le echaban mucho papo, figuraban pero realmente no enseñaban. Y los que teníamos afán de aprender, sentíamos cierta frustración», resume. Esta experiencia y la de ser padre le han hecho precisamente volcarse en su faceta docente. «He procurado implicarme bastante, que no tuvieran los alumnos lo que me tocó a mí. Al tener hijos, también te implicas más», una afirmación que puede corroborar todo el claustro de profesores del Porcelos, con el entonces director, Alfonso Palacios a la cabeza, a los que lió para convertir el instituto en un casino y rodar un mediometraje estrenado con alfombra roja incluida. Al otro lado se ha encontrado de todo, en general bueno. «Aparte que los alumnos entre comillas malos, que dan más problemas, tienen que coexistir en una clase. A esa edad se miran todos entre ellos, si ninguno da guerra, en la escuela vital que se necesita tener en esos años» no aprenden.

Juanillo decía en la guardería que su padre era albañil porque su padre se pone el buzo a la mínima. Se construyó el merendero anejo a su casa mientras los albañiles descansaban y en Mozoncillo de Juarros le conocen como el Chapu porque todo el día está de chapuzas. Ahora está embarcado en elaborar vino de su propia cosecha.

Sin cerrar los ojos se puede uno imaginar bajo esas parras, con el reflejo de las llamas de la hoguera de San Juan en sus ojos claros. Porque los Basavilbaso tienen fama de buenos anfitriones y memorables son las paellas que clausuran los campeonatos de ping pon y las fiestas que ameniza junto a sus exalumnos del Porcelos con el grupo Limbo y a las que se apuntan los Four Fiesta y algún otro. «Estamos acostumbrados a tratar con gente joven por la profesión que hemos tenido», apunta como tratando de justificar que muchas sus reuniones acaben en fiesta.

La literatura colma su vena creativa. El quinto perro se titular la novela que tiene escrita, ambientada en la comarca de Juarros, con una familia de Zaragoza y un asesinato en la trama. Quizás algún día, un grupo de alumnos se anime a llevarla al cine.