"Jesús de Nazaret fue humano y nos vendieron un astronauta"

R.P.B.
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No presiden, no representan, no quieren foco... Pero son parte esencial de esta ciudad. La crónica de Burgos se escribe en las vidas de quienes ayudaron a construirla. Manolo Plaza es uno de esos hombres y esta es (parte de) su historia

El jesuita, en su despacho, que siempre tiene la puerta abierta para todo y para todos - Foto: Luis López Araico

* Este artículo se publicó en la edición impresa de Diario de Burgos el pasado 25 de enero.

Manolo Plaza es alto, como si eso le facilitara sentirse cerca de Dios, pero no es la estatura la que propicia tal aproximación: es la paz que emana, una serenidad hecha de silencio y de lluvia, de tiempo y de reflexión, la espiritualidad magnética que hace de él un tipo extraordinario. Manolo es siempre afable, cercano. Es un abrazo cálido, como la lumbre del hogar. De sonrisa perenne, la mirada de este viajero jesuita burgalés de 85 años tiene un brillo inteligente con tonalidades discretas y humildes. Y acaso en esa amalgama se halle el secreto de un rico mundo interior que explica su maravillosa manera de estar en el mundo. Cruza las piernas con elegancia aristocrática y su voz suena como un susurro. Sin embargo, las palabras de su discurso son aldabonazos. Nacido cerca del Arco de Santa María, fue la suya una infancia privilegiada pese a la posguerra en la que casi todo el mundo tenía lo único necesario para comer: hambre. Él no padeció esos rigores con crudeza. En la casa familiar en la que vivían Carlos, Carmen y sus seis hijos nunca faltó de nada. Más al contrario: creció pudiendo ir a nadar y a jugar al baloncesto y al hockey sobre patines a la Deportiva Militar. "Tengo un recuerdo buenísimo. De los juegos, de las carreras, de las canicas, de las peleas con los del barrio de San Pedro de la Fuente". De porte atlético, llegó a participar en alguna competición de natación, como aquellas que se celebraban los veranos en la laguna negra. "Me encantaba el deporte. También la montaña. E incluso bucear", apostilla Plaza.

Estudió en Jesús María y posteriormente en La Salle: fue uno de los 42 primeros alumnos que en 1944 iniciaron sus estudios en el chalé de los Vadillos que era propiedad del doctor Sebastián. "Allí, con el hermano Blas, hice todo el Bachillerato". Fue un adolescente absolutamente normal, de los que le gustaba estar con los amigos, coquetear con las chicas y pasar las tardes de los fines de semana frente a la pantalla del Popular Cinema, más conocido como ‘Pulguero’. También iba por los jesuitas y por el local de la Congregación Mariana que estaba en la calle Santander, donde se hizo un as del billar. A punto de terminar el Bachillerato, reflexionó: "Me gustan las chicas, me gusta estar con mis amigos, pero hay algo que me gusta más. A las puertas de la Cartuja, conversando con el padre Alarcón, le dije que quería ser jesuita". Acababa de cumplir 18 años. Recuerda la fecha en la que le participó a su progenitor la decisión: el 15 de agosto de 1953. "Mi padre me dijo que de eso, ni hablar. Aquello cayó como un cañonazo". Sí contó con la complicidad de su madre, que trató de socavar la postura de su marido. Semanas más tarde, un importante jesuita procedente del País Vasco solicitó hablar con el padre de Manolo. El señor Plaza acudió a la cita en La Merced -sólo tenía que cruzar el puente de Santa María-; a su regreso del encuentro le dijo a su hijo que, aun no estando de acuerdo, le daba el permiso. Salió volando de casa para comunicarle a aquel hombre que su padre le había dicho que sí. Cuál fue su sorpresa cuando éste le dijo que a él le había dicho que no... "¿Qué pasó en los quinientos metros que separaban La Merced de nuestra casa? No tengo ni idea".

La formación de Manolo Plaza en el seno de la Compañía de Jesús se prolongó durante catorce años. Orduña, cinco años; Loyola, tres años; Durango, dos años; Comillas, tres años. Allí se ordenó. Sumó un último año más en Murcia. Allí el superior le preguntó cuál era su plan. Y Manolo lo tenía claro: quería conocer el centro Lumen Vitae de Bruselas, del que tanto había oído hablar cuando estudiaba Teología. "Era el centro de formación religiosa más avanzado de Europa. Ya el provincial me había dicho que no porque aseguraba que allí se decían muchos disparates. Pero el superior de Murcia me lo arregló. Y tras pasar el verano en una parroquia de París me marché a Bruselas". Aquella experiencia fue una primera gran revelación, una suerte de epifanía en la vida de aquel inquieto jesuita burgalés. "Estuve un año. Supuso para mí un cambio ideológico morrocotudo. Fue el primer gran golpe fuerte en mi vida. Éramos 150 alumnos de sesenta países. Dos por país. Estamos hablando de los años 70. El centro era el no va más. Conocí una visión distinta de la Biblia, de la antropología y la psicología de la persona. Fue un cambio a todos los niveles. Descubrí la importancia de la persona; descubrí que me gustaba acompañar a las personas desde lo humano; y empecé a descubrir que Jesús de Nazaret es una realidad que está metida en la vida".

Tras aquel año intenso, viajó con otros diecinueve compañeros a un kibutz a Israel. "Yo, que procedía de una educación tradicional y muy cerrada, me vi hablando con hombres y mujeres de todo, de lo que nos daba la gana. Tras recorrer el país durante tres semanas con los profesores de Biblia, llegamos al kibutz. Fue una experiencia preciosa. Nadie sabía que éramos curas. Hacíamos misa clandestinamente a las cuatro de la madrugada. Recuerdo que nos preguntaban si no estábamos casados y les respondíamos que nos dedicábamos a la enseñanza y que no teníamos tiempo para casarnos...", evoca sonriendo.

Y lo que son las cosas: en Israel sufrió una brutal crisis de fe, como nunca antes, ni después. Tan grande, que regresó decidido a dejarlo todo: la fe, el sacerdocio, la Compañía de Jesús... Ni siquiera lo compartió con el director y fundador de Lumen Vitae. A su regreso a España (en coche, con otro tres compañeros) concelebraron misa en San Juan de Luz. Allí, sobre el altar, había un misal abierto con un texto breve de San Pablo que decía: ‘Buscad las cosas de arriba, no busquéis las cosas de abajo’. "Se me quedó grabado. Seguí dándole vueltas. No dije nada a nadie. Regresé a Burgos y al cabo me destinaron a Valladolid como responsable de la formación religiosa de todo el colegio. Y le pegamos un giro al centro a todos los niveles. Me fui serenando, recolocando y descubrí que la experiencia de Bruselas e Israel había sido un regalo. Reconocí que la fe cristiana tiene una base que es lo humano; y que si no hay fe humana, esa fe no se sostiene y se convierte en droga. Jesús de Narazet fue humano y nos han vendido el astronauta y el de las normas y las leyes".

La experiencia de Valladolid fue extraordinaria y rica. "Cambiamos el modo de trabajar en los colegios de toda Castilla y León. Empezamos una línea más abierta. Éramos 35 jesuitas que nos reuníamos una vez al trimestre. Y tuvimos muchos problemas, enfrentamientos con las familias y con los mismos jesuitas. Nosotros defendíamos que lo de antes no valía. Que debíamos ir a algo nuevo, aunque no supiéramos lo que era. Y mira por dónde, ese esquema se extendió por todos los colegios de la Compañía de Jesús en España. Fueron años de una riqueza tremenda. Y empecé a trabajar con universitarios, con quienes compartí la experiencia de la Transición. Fue precioso. En aquella época, las comunidades cristianas de base nos reuníamos de forma clandestina con el Partido Comunista, con el PSOE, con toda la izquierda en el convento de San Pablo de los dominicos. Fuimos respondiendo a las realidades que se nos iban presentando.

Abrimos camino. Asumimos que la dictadura de Franco ya no tenía ni pies ni cabeza". En Valladolid estuvo hasta 1978, año en el que el provincial le sugirió la idea de irse a Canadá a proseguir con su formación, previo paso por la Gregoriana de Roma. En Quebec pasó cinco meses, pero aquello era primerísimo mundo y Manolo Plaza sentía que su lugar debía estar en lugares más menestorosos. Ya tenía América Latina en mente. Con todo, regresó a España con la idea de fundar un centro como el canadiense. Lo intentó en Valladolid, en vano. Sucedió lo mismo en Logroño, en Santander. Pues a Burgos. Era el año 1979. Se hizo cargo de la Congregación Mariana para darle el gran giro y convertirlo en un centro nuevo. Así fue. "De los 300 congregantes, se quedó una chica. Las familias protestaron...". Así nació el Centro Ignacio de Espiritualidad -que más adelante cambiaría ese nombre por el actual-; un centro en el que, explica Plaza, "fe y justicia son inseparables y es necesario el diálogo con la sociedad. Aquello fue un cañonazo en Burgos y tuvimos enfrentamientos con la máxima autoridad de la ciudad".

El Salvador. Si Bruselas e Israel influyeron definitivamente en su vida, conocer la realidad de América Latina constituyó para Manolo Plaza el más radical cambio. "Recibí una carta de la UCA (Universidad Centroamericana José Simeón Cañas) de El Salvador pidiéndome que fuera allí a trabajar, a hacer ejercicios y charlas". Era el año 1985. El Salvador estaba en guerra. Y aquel oasis de fe y justicia era el estilete de la Teología de la Liberación. Rompió la carta. Nadie se enteró de la invitación; pero ésta se repitió al año siguiente. Y Manolo Plaza cruzó el charco. Pasó un mes allí, Navidad incluida. "Había oído cosas sobre aquellos jesuitas de El Salvador, sobre El Salvador... Pero lo que viví me cambió para siempre". Se empapó de aquel ambiente hostil, violento y peligroso en el que sus compañeros desarrollaban su labor educativa y espiritual. "Daba mis charlas en la capilla de la UCA; en las ventanas, sentados, estaban ‘los orejas’, la policía secreta. Cada día, en lugar de comer con los demás jesuitas, me llevaban a los barrios, donde me contaban las barbaridades que había hecho el ejército con ellos... En mis charlas se llenaba de gente. Jon Sobrino, muy gracioso, decía que había conseguido que la gente fuera puntual", apunta.

De El Salvador fue a Guatemala unos días y de allí regresó a España "muy tocado". Así que en los veranos de los años siguientes -87, 88, 89, 90...- no faltó a su cita con El Salvador. "Me marcó profundamente. Descubrí que una experiencia cristiana y los pobres es inseparable. Que si hay pobreza en el mundo es porque hay estructuras inmorales que matan. Y que eso no puede ser voluntad de Dios. Dios nos quiere a todos pero ha tomado partido por los débiles, que son los pobres. En esta vida, ser creyente es intentar vivir esto. Así que un centro como el nuestro es fe, justicia y cultura".

En el verano del 89, comiendo un pollo a la española con Ignacio Ellacuría, le preguntó a este si tenía miedo de que lo mataran (había sufrido hasta 40 atentados). "Y ‘Llacu’ me dijo que tenía miedo de que le secuestraran y le torturaran, pero que no creía que fueran a matarlo". Se equivocó el líder jesuita: en noviembre de ese año Ellacuría, Ignacio Martín, Segundo Montes, el burgalés Amando López Quintana y Juan Ramón Moreno fueron asesinados en el campus de la UCA. "Recibí la noticia en Burgos. Me quedé sin palabras. Cuando regresé a El Salvador vi la sangre en las paredes, los agujeros de los tiros... Todo ello me reforzó la idea de que la experiencia creyente en Jesús de Nazaret lleva a humanizar este mundo. Y si no lo hacemos, qué coño estamos haciendo en esta vida. Es lo que pasa en la política de hoy: no es un problema ideológico, es que falta humanidad, respeto a la persona, al diferente. El problema de los cristianos es que vamos desde arriba a hacer caridad con los de abajo. Y ni Jesús de Nazaret ni Ellacuría se pusieron nunca arriba: caminaron con el otro. Eso es lo que dice el Papa Francisco en su encíclica ‘Fratelli Tutti’. El Evangelio, si no tiene una referencia a los pobres, me parece un cuento de dibujos animados que nos han inventado, y lo digo con todo el respeto. Y es curioso porque en todos estos años, cosas que decía yo y otros jesuitas, otros religiosos y laicos y por lo que nos miraban así como raro, ahora se ven como normal porque las dice el papa Francisco". Un papa, a la sazón jesuita, a quien Manolo le tiene mucha fe: asegura que ha cambiado muchas estructuras de la Iglesia, que su papado es un proyecto que dejará un legado impresionante. "Es un regalo para la Humanidad, no solamente para los católicos. Que nos invite a soñar es la única manera de cambiar la Humanidad. Sin sueños no hay proyectos, sólo se resuelve lo inmediato".

Manolo Plaza ha regresado a Centroamérica otras 17 veces, sin dejar de dirigir en Burgos el Centro Ignacio Ellacuría, el Comité Óscar Romero y el Foro Tender Puentes que ha relacionado a creyentes y no creyentes, a izquierdas y derechas desde el diálogo y la convivencia. "He tenido la suerte, el regalo, de haber vivido unas experiencias muy fuertes que me han enriquecido mucho, me han dado una visión amplia de la vida. Me parece que es importantísimo saber dialogar, reconocer las diferencias y asumir que el otro puede tener parte de razón, sea creyente o no, sea de izquierdas o de derechas, sea musulmán, agnóstico, ateo... Uno de los grandes regalos ha sido el trato con los laicos. Sus vidas han sido un tesoro para mí, más que los libros. Lo que sé lo he aprendido de los otros. En mi trabajo de acompañamiento es donde más he aprendido; de su cariño y de su sufrimiento. Dios tiene un lenguaje humano".

Aunque se siente libre, le gustaría serlo todavía más. "La vida viene no como la pensamos, sino que es sorpresiva. Tienes sus momentos difíciles, para algunos -no para mí, que he sido un privilegiado- es muy dura". También piensa en la muerte. "A veces siento miedo. Si me enfrentase con el Dios que tenía cuando era jovencito no me atrevo a morirme. Con el Dios que he ido aprendiendo es otra cosa. Es un Dios que tiene entrañas de padre y de madre. Lo vivo sin tragedia. Por eso es importante guardar en el corazón las experiencias amorosas de la vida, y eso nos hace fuertes frente a la muerte". La puerta del despacho de este lujo humano que es Manolo Plaza siempre está abierta: a todo y a todos. Desde la calle se ve luz al otro lado del ventanal, y resulta inevitable recordar el verso de Luis Rosales al levantar la mirada e imaginarse a este jesuita allí, trabajando por un mundo más justo y más humano. Imposible no recitarlo en voz baja como quien musita una plegaria:

‘Gracias, Señor. La casa está encendida’.