Centenario y olé

R. PÉREZ BARREDO
-

Los fastos del VII Centenario de la Catedral se cerraron con una corrida de toros mixta. Encabezó el cartel el genial diestro sevillano Juan Belmonte, El Pasmo de Triana

Programa de mano y entradas del magno acontecimiento taurino celebrado hace cien años. - Foto: Jesús J. Matí­as

Era un cartel de campanillas, encabezado por Juan Belmonte, el hombre que había cambiado el toreo, el diestro cuyo debut en el coso de los Vadillos seis años antes había resultado inolvidable para los aficionados burgaleses. Así que estos abarrotaron la plaza el 21 de julio de 1921 para asistir a la corrida que, incluida en los fastos del VII Centenario de la Catedral, fue presidida por los reyes de España, Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg, a beneficio del Hospital de San Juan y de la Casa de Refugio (una entrada en el tendido 1, sombra, costó 13 pesetas; una de general al sol, la mitad). Le acompañaban Ignacio Sánchez Mejías, otro matador de relumbrón, y una de las grandes promesas del momento, Manuel Granero, quien un año más tarde moriría en otra plaza, en Madrid, por la cornada de un toro llamado Pocapena.

Las crónicas de la época hablan a las claras de la expectación que había despertado la lidia, que habría de completarse con Basilio Barajas y Florentino Izquierdo en los rejones. «Un lleno hasta los topes; mujerío como para quedarse bizco; matadores y toros de lo mejor; la plaza engalanada vistosamente; los reyes asisten a la corrida ¿Hay quien dé más?», se preguntaba el cronista de este periódico. Los toros eran de la prestigiosa ganadería del Marqués de Albaserrada. Belmonte recibió al primero, ‘Sahinero’, negro bragado.Sucedió que el diestro que había atormentado su juventud en dehesas solitarias, toreando a la luz de la luna y cuyo código era el riesgo absoluto, la temeridad total, el desafío insolente de tutear a la muerte, andaba medio lesionado, vendado. Hizo lo que pudo, que fue poco. También con su segundo, Rapinegro. Sólo pitos y palmas para el de Triana.

Sánchez Mejías, quien también llevaba la tragedia en el alma, fue el triufador. A su toro, Domadito, le trazó unas verónicas escalofriantes, puso unas banderillas cumbre, brindó al monarca, toreó de rechupete (hizo dos pases sentado en el estribo que enardecieron a las masas) y mató certero. Hubo premio: palmas, oreja y regalo regio. En su segundo, un asesino de caballos (tres, nada menos) llamado Corruco, sólo le hizo un aliño. La promesa Granero veroniqueó fetén a su primero, Pintor, al que banderilleó de lujo, artista, elegante; luego, con la muleta, estuvo superior, con naturales de aúpa, bellísimos. Falló en la suerte suprema, cuando ya los reyes salieron de la plaza rumbo a San Sebastián, y por petición del pueblo dio una vuelta al ruedo.La ovación cerrada que se escuchó el coso fue para Alfonso XIII y su esposa, no para Granero, quien con su segundo, Aguador, toreó para la galería, nada más.

Y Annual... Decepcionó la corrida -hecho que suele suceder cuando la cita es histórica y se despierta tanta expectación-, que no el ambiente. Nadie diría que esa misma mañana se había producido una derrota militar que había convertido a España en el hazmerreír de Europa y que, en adelante, sería considerada una de las más vergonzosas de cuantas sufrió a lo largo de los siglos la vieja piel de toro. Se lo habían comunicado al monarca tras enterrar al Cid. Se diría que no lo llevó mal, toda vez que en lugar de salir zumbando para Madrid, se fue a los toros y, ese mismo día, a gozar de su residencia veraniega en la Bella Easo. País...