El regreso de los exiliados del pantano

R. PÉREZ BARREDO
-

La construcción del embalse de Arija provocó el traslado a Avilés de la fábrica Cristalería Española. Y el éxodo de cientos de personas. 70 años después, aquella primera generación -y las siguientes- siguen volviendo a sus raíces burgalesas en verano

Pilar Cadiñanos, nacida en Arija: «Hemos sido felices pero fue muy duro marcharse». - Foto: Luis López Araico

La mañana no difiere mucho de la que posiblemente haga en Avilés: una niebla húmeda y silenciosa se sujeta al pantano, rizado en olas por un viento incómodo, que azota como de través. Hoy no hace día de baño en las playas de Arija, que ha amanecido con el cielo huraño, como si el otoño se hubiese venido súbitamente encima. «Esto parece Avilés», dice Pilar Cadiñanos exhibiendo una sonrisa preciosa, el único punto luminoso entre tanta grisura. Sabe bien de lo que habla esta mujer coqueta y simpática que simboliza a la perfección la conexión existente entre Arija y Avilés: tenía dieciocho años cuando ella y toda su familia abandonaron la localidad burgalesa rumbo a la asturiana. Como ellos, cientos de familias del entorno tomaron idéntico rumbo y destino. El éxodo fue masivo, radical: casi todos los habitantes de la comarca burgalesa -y de la inmediata de Cantabria- se trasplantaron literalmente en la industriosa ciudad asturiana. La culpa la tuvo la construcción del pantano, que privaba a Cristalería Española, la principal fábrica de la comarca (llegó a emplear a mil personas), de la imprescindible arena con la que se hacía el vidrio.

«No hubo otra alternativa. ¿De qué se iba a vivir aquí?», señala Pilar, que se casó con Félix Díez, arijano como ella, cuando ya estaban ambos en Avilés. Se adaptaron muy bien. Dice Pilar que fueron muy felices en tierras asturianas. Pero que siempre sintieron nostalgia de la tierruca. Y, como otros tantos, no dejaron nunca de regresar siempre que podían, especialmente en los veranos. Y con ellos, los hijos, esa segunda generación nacida en Avilés que ha aprendido a amar el pueblo de sus mayores. Como ejemplo, dos hijas que estos días se encuentran con Pilar en Arija, en la casa que fue de sus abuelos. Maica y Piluca se confiesan enamoradas del pueblo y su entorno. Sus mejores recuerdos de infancia y juventud están ahí, en esa comarca fronteriza, magnética, bañada por el mar de Castilla, rabiosamente bella.

La primera mitad del siglo XX fue próspera en Arija gracias a Cristalería Española. La vida bullía. El dinero también. Los padres de Pilar abrieron un restaurante, conocido comoBar Fonda, en Vilga, el barrio de abajo de Arija. «Mira si había vida y gente y riqueza y todo que en Arija tenemos hasta una calle que se llama Gran Vía. Pero con el proyecto del pantano todo se acabó. Y nos fuimos a Avilés, casi con el agua en los tobillos.Mi padre y mis tres hermanos entraron a trabajar en Cristalería Española. Mi vida dio un cambiazo enorme. Me costó marchar. Nos fuimos todos, pero nos fuimos a otra vida que fue mejor que si nos hubiésemos quedado en el pueblo, porque aunque nos acordáramos mucho y lo pasáramos mal, ¿de qué hubiéramos vivido aquí? Además allí nos dieron vivienda a todos. Eso fue estupendo, una casa nueva, no nos faltaba de nada, pero también fue triste», reconoce Pilar.

Nacha Rodríguez, nacida en Avilés de padres arijanos: «Soy arijana profunda. Para mí esto es el paraíso».Nacha Rodríguez, nacida en Avilés de padres arijanos: «Soy arijana profunda. Para mí esto es el paraíso». - Foto: Luis López Araico

También para sus hijos el pueblo constituyó siempre un paraíso, el lugar perfecto al que regresar. «¿Tú sabes lo que era para ellos venir al pueblo? ¡Era felices! Y han seguido viviendo». Lo confirman punto por punto Maica y Piluca. «Para nosotros era lo más, lo más.Y sigue siéndolo.Yo sigo viniendo, aquí están mis raíces, aquí tengo mis amigos, la cuadrilla con la que jugaba de pequeña y con la que ahora salgo a caminar», confiesa Maica. Esa vida de pueblo, esa cercanía con los vecinos, ese charlar con familiares y amigos rodeados de tanta paz y tanta belleza, es impagable, y ofrece a Pilar, a Maica y a Piluca un aliciente enorme, su lugar en el mundo.

Sostiene Pilar una fotografía en blanco y negro, tan antigua que lo que en ella aparece ya ha desaparecido, en parte bajo las aguas.Posa sobre ella sus ojos. Aquel paraje lo conoció de niña. «Era un vergel», musita con nostalgia recordando a su marido, recientemente fallecido. «¡Él sí que te hubiera contado historias! Lo sabía todo de Arija, todo, todo. Adoraba su pueblo». Madre e hijas posan en el jardín de la casa familiar, pura quietud en la mañana. Después lo hacen en el interior de la casa, junto a un viejo espejo que se antoja una metáfora de sus vidas: a un lado, Arija; el reflejo, Avilés. 

En vilga. Camino del barrio de Vilga hay una casa construida en el año 1922, mucho antes de que el pantano cambiara pasa siempre el destino de la comarca. Está cerca de las vías y del Club Naútico. Desde ella se ven las aguas oscuras del pantano. Allí está estos días Nacha Rodríguez, nacida en Avilés pero «arijana profunda», confiesa con arrebatamiento. Sus padres, Emiliano Rodríguez y Nati Rodrigo, ya tenían dos hijas, Karmele y Begoña, cuando se fueron a Avilés, donde nacerían ella y otra hermana también llamada Nati. Esta familia tampoco perdió nunca contacto y relación con Arija. «Toda la vida hemos pasado los veranos aquí. Yo la que más. Cuando, ya mayor y con trabajo, llegaba mi mes de vacaciones, siempre me venía aquí. Otros amigos hacían viajes y se iban a conocer sitios. Yo no. Siempre regresaba a Arija. Cuando estoy en Avilés digo que soy de aquí. Avilés es bonito y me tira. Pero cuando estoy allí y pienso en Arija... Siempre estoy deseando venir».

Su padre trabajaba en Cristalería Española en Arija y siguió haciéndolo en Avilés. Algunos de sus tíos también. «La gente era joven. Y se fueron casi todos. Aquí no había futuro. Y allí se lo dieron todo: casa, una escuela preciosa, economato... Se creó todo un barrio, una comunidad entera. Allí nos conocen como los arijanos». Con todo, cuenta que fue duro para sus madres tener que abandonar su tierra natal. «Mi padre se lo comunicó a mi madre un 28 de diciembre. Como era el día de los Santos Inocentes creyó que era una broma. Cuando supo que era cierto, se puso como mala. Le entró una pena enorme. Aunque fueron después muy felices, marcharse les resultó muy duro».

Desde que Nacha se jubiló pasa más que un mes al año en Arija. Varios meses.Es feliz aquí. «Esto es el paraíso para mí. Me encanta pasear por la playa, la tranquilidad, estoy enamorada de este lugar», dice Nacha sentada sobre una embarcación varada en la orilla, mientras una leve llovizna acaricia su rostro. Evoca a su madre,Nati, que con 98 años sigue viviendo en Avilés pero que ya tiene muy difícil viajar. «No hay un solo día en que no mencione Arija. Siguió viniendo hasta que ya no pudo caminar. Para ella y para mi padre volver siempre fue una maravilla. Eran unos enamorados de su pueblo».