Con butaca reservada en primera fila

A.S.R.
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Hijo del oculista Dr.Bañuelos, con clínica en el número 2 de la Plaza Mayor, Alberto Bañuelos, Premio Castilla y León de las Artes, fue espectador privilegiado del baile de Gigantillos y Gigantones y de los fuegos artificiales

Con butaca reservada en primera fila

Los Sampedros quedaron lejos de la vida de Alberto Bañuelos (Burgos, 1949) hace muchos años, desde que dejó su ciudad para estudiar Ciencias Políticas y Sociología en Madrid, pero guarda un «recuerdo maravilloso» de los exprimidos durante su infancia. Es lo que tiene contar con una butaca reservada en la fila uno. Las primeras fiestas mayores del escultor y Premio Castilla y León de las Artes 2011 van ligadas al balcón de la casa familiar, en el número 2 de la PlazaMayor, el edificio de ladrillo rojo que ahora alberga dependencias consistoriales, pero que antaño acogía la clínica del oculista Dr. Bañuelos, padre del reconocido artista.

«Desde nuestro balcón veíamos todos los festejos. Era un espectador privilegiado. La imagen que guardo es la de un constante baile de los Gigantillos, Gigantones y Danzantes y la terraza de mi casa llena de amigos y familiares.No era una cosa de un día, se repetía todos y yo lo disfrutaba muchísimo», apunta desde Madrid, donde tiene su estudio desde hace décadas.

De ese mirador bajaban los hermanos -Alberto es el pequeño de cinco- atropelladamente cuando escuchaban el zambombazo que anunciaba el inicio de la sesión de fuegos artificiales que, como hoy, se lanzaban desde el río Arlanzón, en El Espolón. Ellos lo gozaban mucho. Hasta, dice, recogían en el patio interior de casa los fragmentos de cohetes desprendidos. Su padre, quizás, no tanto. Muchas veces escucharon el timbre, al que llamaban personas que se habían lesionado en un ojo con las chispas que caían del cielo durante el espectáculo pirotécnico, con medidas de seguridad menos estrictas que en la actualidad.

Tener reservado un asiento en primera fila no era el único privilegio por ser hijo del Dr. Bañuelos. No eran pocas las ocasiones en las que al médico le obsequiaban con entradas para el circo o las barracas de las que sacaban partido todos sus vástagos, sobre todo para subir a los autos de choque.

«Tenía una edad en la que me divertía mucho y lo disfrutaba. Ahora es imposible vivirlo de la misma manera. En aquella época, las fiestas suponían un momento importante en la ciudad porque había cosas que luego no veías el resto del año como los toros o las barracas, que para un niño de siete años eran una maravilla. Hoy día sorprenden mucho menos», se explaya uno de los creadores burgaleses con más proyección internacional, que, además de en España, ha mostrado su obra en México, Shangai, Italia o Cuba.

El sabor de aquellas fiestas era el del almuerzo familiar en el campo. Desconoce si se sigue haciendo o no, pero a su memoria acude el regocijo de juntarse toda la parentela, primos incluidos, a comer a Fuentes Blancas. «Era una cosa muy sencilla, pero a la vez tan emotiva», declara sin disimular la nostalgia que le produce revivir esos años de su niñez que, insiste a lo largo de la conversación como un constante lamento, ya no regresarán. «Me traen recuerdos de esa soleada infancia que no volverá nunca», reitera Bañuelos, que es más duro con sus recuerdos de juventud.

Reconoce que después de trasladarse a Madrid para estudiar se convirtió en un «descastado» que apenas volvía por casa para ver a sus padres. Se distanció del bullicio de esas fiestas mayores a las que, una vez asentada la cabeza en la capital del reino, ha vuelto en contadas ocasiones y, sobre todo, por responder a la invitación de los representantes institucionales. Una manera de honrar a San Pedro y San Pablo mucho menos cálida que la de su infancia.