Muerte en la Catedral

R.P.B.
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La Catedral Vivida (IV)Isidoro Gutiérrez de Castro, gobernador civil de Burgos, fue asaltado por una enfurecida turbamulta cuando se dirigía a inventariar los bienes del templo metropolitano. Fue golpeado, acuchillado y mutilado con sadismo

El ilustrador Vicente Urrabieta, que fue testigo del asesinato, lo recreó de esta manera para una de las publicaciones más punteras de la época, 'El Museo Universal'. - Foto: El Museo Universal

La muchedumbre imponía. Miradas torcidas, aviesas; gentes embozadas; murmullos airados. Un clima violento, sordo, como los instantes que preceden a un estallido. Hasta el perfil de la Catedral pareció ponerse siniestro a la hora en la que el gobernador de Burgos llegó al primer templo metropolitano para cumplir su misión. Pero Isidoro Gutiérrez de Castro era un hombre templado. Él, educado en los mejores colegios de Inglaterra, hombre culto e inteligente, de carácter afable pero firme, no iba a sentirse intimidado. Fanatismos a él. Era un representante del gobierno y estaba dispuesto a ejecutar las órdenes recibidas sin miramientos ni melindres, por más que fuese consciente de la impopularidad de la encomienda.

Era un encargo envenenado: el gobierno nacido de La Gloriosa, revolución que en 1868 había alejado del trono a Isabel II, era marcadamente anticlerical. Y a comienzos de 1869 se había firmado un decreto que, para las huestes pías, constituiría mucho más que un desafío: una ofensa en toda regla: «El Estado se incautará de todos los archivos, bibliotecas, gabinetes y demás colecciones de objetos de ciencia, arte o literatura que con cualquier nombre estén hoy a cargo de las catedrales, cabildos, monasterios u órdenes militares». Para evitar que el ambiente se enrareciera más, el día antes de la publicación del decreto el entonces ministro de Fomento, Manuel Ruiz Zorrilla, ordenó a todos los gobernadores que procediera a inventariar los bienes de los templos.

De nada sirvió prevenir. Alguien, probablemente un funcionario que se hallaba al tanto del asunto, puso sobreaviso al Nuncio, que se aprestó a informar a todos sus obispos de las intenciones del gobierno. Esto hizo que muchos clérigos aprovecharan a poner a buen recaudo bienes de todo tenor. O que en Burgos una turbamulta encendida estuviera esperando la llegada del gobernador a la Catedral. Al señor Gutiérrez de Castro le dedicaron lindezas de todo tipo, soflamas virulentas, vehementes. Y no faltaron las amenazas de muerte. 

No todos los que en ese momento casi llenaban la plaza del Rey San Fernando se mostraban hostiles: entre la muchedumbre se hallaba también ese día un talentoso ilustrador vasco, que al cabo se convertiría en uno de los mejores fedatarios de lo que acontecería a continuación. Del horror en estado puro. De los peores instintos de la condición humana. Se llamaba Vicente Urrabieta.

La versión oficial de lo que sucedió tras la aparición del gobernador en la Catedral, aunque confusa, señaló siempre al mismo culpable: el pueblo enfurecido. Pero lo cierto es que los hechos dejan lugar a la duda por cuanto, muy posiblemente, los participantes de tan airada concentración pudieron contar con la complicidad de las autoridades religiosas, muchas de las cuales se encontraban en un estado de exaltación altísimo: desde el mismísimo deán del templo a varios canónigos. 

Como quiera que fuese, aquella mañana del 25 de enero de 1869 a todos los seminaristas y estudiantes de la Facultad de Teología se les había dado la jornada libre. A buen entendedor... Cuando, acompañado por el inspector de Seguridad y por un comisionado llegado de Madrid, el gobernador civil accedió al interior del templo, mantuvo un tenso careo con el responsable del Cabildo, el provisor y otros canónigos. También ordenó, además de que se le facilitara el acceso al archivo -que se encontraba en los claustros- que se cerraran a cal y canto las puertas. Sin embargo, aquel imperativo no se cumplió. ¿Fue deliberado? 

ensañamiento y muerte. En un instante, como impelida por un espíritu invisible, la turba irrumpió en el templo con una violencia sobrenatural, incontenible, cayendo sobre el malhadado gobernador. En pocos minutos, el político liberal quedó casi despedazado: fue salvajemente golpeado en todo el cuerpo e incluso recibió dos heridas mortales de un filo acerado que bien pudo ser un hacha. Si murió en el templo o en las escaleras de la Puerta del Sarmental no se sabrá nunca: sí que el cuerpo inmóvil fue arrastrado al exterior, donde continuó el ensañamiento sin que una sola voz se elevara para detener aquella infamia. 

El cuerpo yerto, desnudo y horriblemente mutilado del gobernor de Burgos quedó desmadejado en la escalinata mientras la multitud se dispersaba. Se dice que a Gutiérrez de Castro le fueron cortadas las orejas, e incluso que le castraron. Lo cierto es que hubo un ensañamiento rayano en el sadismo que nadie fue capaz de detener: ni siguiera los pasivos agentes del orden, que sólo intervinieron cuando el político liberal ya había expirado. Ese mismo día, el gobernador militar declaró el estado de guerra en Burgos. Existe una autopsia ‘oficial’ que dice que, en efecto, fue brutalmente golpeado, que le cortaron una oreja, que le quemaron la barba y que su cuerpo presentaba dos heridas por arma blanca, con toda probabilidad un hacha. 

En torno a cien personas fueron detenidas tras el asesinato del gobernador. Entre ellas, varios miembros del Cabildo, que a los pocos días quedaron en libertad. Una veintena de personas, la mayor parte gente humilde, jornaleros y desocupados, analfabetos todos, fueron juzgados. Pese a que varios testigos revelaron cuestiones esenciales, como que había agitadores provocando a la masa, gente armada, guardias civiles pasivos y un canónigo abriendo las puertas del claustro diciendo ‘ahí dentro está’, las penas fueron livianas para la época: una condena a garrote vil que terminó siendo conmutada y algunas sentencias de entre cinco y veinte años de prisión que nunca se llevaron a cabo. Ese mismo día, salió zumbando de Burgos con destino a Valladolid un joven seminarista llamado Andrés Manjón, futuro sacerdote y pedagogo. ¿Huyó por haber participado en la matanza o simplemente para tratar de alejarse de aquella espantosa experiencia? Lo cierto es que, tras el crimen, atravesó una fuerte crisis espiritual. Sus biógrafos afirman que el crimen de la Catedral marcó un antes y después en la vida del que sería fundador de las Escuelas del Ave María.

El ilustrador Vicente Urrabieta, testigo de aquel hecho atroz, empleó todo su talento para recrear el momento del crimen en la revista 'El Museo Universal', cuyo número del 21 de febrero de 1869 recogió el impresionante dibujo que también ilustra (aunque aquí coloreado) este reportaje. La Catedral de Burgos cerró sus puertas hasta el mes de marzo, en que se celebró una ceremonia de purificación en la que se lavó y limpió la sangre derramada.