El tira y afloja que protagonizan el Ayuntamiento y la Federación de Hostelería a cuenta de la feria de tapas de los Sampedros parece estar convirtiéndose en un clásico de las fiestas, dado que también fue el preludio de las ediciones previas a la pandemia. Lo sorprendente es que, entonces y ahora, la discusión versa sobre la ubicación o los costes que acarrea para el sector, habitualmente quejoso, pero no sobre el concepto. Y digo yo que, ya que hay debate, se podía aprovechar para dar una vuelta a una iniciativa que tuvo su gracia cuando se implantó, lustros ha, pero que ahora, en mi opinión, aporta poco. Y mucho menos si es cierto que, al final, se organiza en la parte baja del Espolón. 

Creo que el paseo emblema de esta ciudad está suficientemente bien dotado de cafeterías y bares -con unos impuestos proporcionales a su ubicación, supongo- como para colocar las casetas de la feria en un espacio ya muy ocupado por la sucesión de terrazas, algunas de estética más que discutible. No sé qué sentido tiene aglomerar a miles de personas en una misma calle, ya bastante concurrida en esas fechas, en lugar de tratar de dar vida a otras menos transitadas. Y luego está la cuestión de la suciedad que, siento decirlo, acompaña a las casetas de los Sampedros; los pegotes en el suelo y los malos olores son inherente al consumo de alcohol en la calle de esa manera. Ha pasado todos los años en los lugares en los que se ha colocado la feria y sucederá en el Espolón. ¿Esa es la imagen de ciudad que queremos?

Las fiestas tienen que consistir en algo más que salir a comer y a beber; en las casetas más lo segundo que lo primero, dado que, a pesar del nombre de la feria, la infraestructura y el calor no permiten ofertar nada muy elaborado. Igual ha llegado el momento de aprovechar la discusión para que surja algo que no sea más de lo mismo.