Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Foralismo y federalismo, estigmatizados

19/06/2022

Hace poco, en un acto de recuerdo a Gregorio Peces Barba, en el que intervinieron Alfonso Guerra, Manuela Carmena y Tomás de la Cuadra Salcedo, conversé con Pedro González Trevijano, presidente del Tribunal Constitucional, y le dije que si no se hubiese despreciado históricamente el foralismo, o su versión moderna, el federalismo, no estaríamos, como estamos, sin tener una concepción común de la descentralización. Se lo dije refiriéndome a la sentencia que declara inconstitucional la potestad de autorizar medidas contra la pandemia a los tribunales contenciosos de las Autonomías. La sentencia, cuyo ponente es Enrique Arnaldo (polémico magistrado a propuesta del PP), supone un cierto regreso a ideas centralistas o jacobinas. Sobre esa paradoja, tengo escrito en una especie de memorias políticas los siguientes párrafos, cuyas ideas expuse a mi amigo Pedro González Trevijano. 

El foralismo quedó encerrado dentro del recipiente hermético del dogmatismo ideológico, el concepto de tradición tampoco escapó a ese reduccionismo político, y ambos modos de entender el pasado son, en mi opinión, característicamente hispanos. Pero, contemplado el hecho desde el otro lado, el lado de la izquierda política, es igualmente cierto que el foralismo se ha visto como residuo de un pasado reaccionario, y creo que esa falta de trasvase de ideas de un lado al otro lado, esa dificultad de comunicación entre las dos culturas políticas, daría pistas para analizar una excepcionalidad igualmente hispana, a saber, que el federalismo se ha asociado en la opinión publica a la fractura del Estado, como hace años lo observó Ramón Máiz (1953), un intelectual gallego para el que el federalismo significa, excepto entre nosotros, unión a partir de asumir el pluralismo. Con Juan José Solozábal (1947), el que más ha escrito de foralismo constitucional entre nosotros, he hablado muchas veces de ese concepto, o de esa ilusión. José Marchena (1768-1821), conocido como el abate Marchena (nunca fue clérigo), exiliado en Francia, comprometido con la Revolución, se enfrentó con los jacobinos, con escritos y con actos. Los juicios de Marchena contra el populismo demagógico son plenamente actuales. Leí su Descripción de las tres Provincias Vascongadas y de Navarra, y me asombré. Un revolucionario como Marchena, comprende y valora el foralismo. Él vivió y padeció individualmente la violencia extrema de los jacobinos, violencia que territorialmente se dirigió contra Burdeos, Lyon, Caen, Nîmes, Avignon, Marsella, Tolón y otras ciudades de una Francia liberal o girondina. Fue la Francia de los federalistas resistiendo al centralismo de París. Robespierre, con la ayuda de un joven Napoleón, aplastó a los federalistas. La Revolución retrocedía a Luis XIV, con un único poder y una sola religión obligatoria (ahora, con la diosa Razón), como vio claramente Alexis de Tocqueville (1805-1854). La historia pudo haber ido por otra dirección. 

A pesar del debate arcaico que ha generado el separatismo catalán sobre la naturaleza del Estado español, el racionalismo secularizado es un hecho real, e impera entre nosotros como mentalidad social, tras cuarenta años de democracia europea. Aunque uno de los principales dirigentes de la intentona secesionista, que declaró en el Tribunal Supremo sobre sus responsabilidades en aquellas jornadas, y que creyó que sería un argumento infalible presentarse ante los magistrados como creyente católico, su pretensión de recubrir con la religión el ataque al Estado, se manifestó igualmente arcaico, y por eso inútilmente estúpido. 

Podemos precipitarnos en el pasado, y que las discrepancias políticas vuelvan otra vez a convertirse en controversias confesionales. Sin embargo, caben esperanzas de que se logre, más o menos pronto, un acuerdo amplio y duradero sobre el futuro de nuestro Estado. Es verdad que los ciudadanos españoles del siglo XXI están plenamente secularizados, es decir, se comportan socialmente con la racionalidad que Max Weber definió en su famoso desencantamiento del mundo (Die Entzauberung der Welt). Esas sugerentes páginas del sabio alemán, han estado presentes mientras pensaba y escribía del foralismo. Federalismo y el centralismo no deberían ser entendidos de manera dogmática. El Estado de la Constitución de 1978 necesita un acuerdo para reformar sus preceptos autonómicos, y también para reformar el Senado, consecuentemente. La idea del consenso debe sustituir a las creencias. Como federalismo y centralismo son palabras que en nuestra historia se asociaron con imposiciones políticas de una mitad contra la otra mitad, el gran acuerdo por el que hago votos, probablemente, quizá sea necesario que de nuevo carezca de nombre. Ya lo hicimos la anterior vez que nos pusimos de acuerdo, y esquivando el dogmatismo, lo denominamos sin más Estado de las Autonomías. Años después, el Estado de las Autonomías ha consolidado las Autonomías, pero a costa del Estado, entendido éste como núcleo de los derechos y necesidades comunes. Si mi análisis como historiador es acertado, hoy el dilema no está entre centralismo y federalismo, sino entre un federalismo radical a lo Lincoln, como resultado de la gran derrota de los nacionalistas, o un federalismo inspirado por el liberalismo y el foralismo, que proteja las singularidades culturales de los territorios, pero que asegure ese núcleo de derechos comunes de los ciudadanos; y que probablemente, se siga llamando y configurándose como hasta ahora. En cuanto al perfeccionamiento del Estado compuesto, en mi opinión, la clave será el Senado.