Calculo que el 80% de las fotografías que guardo en mi teléfono móvil son imágenes de la catedral. Instantáneas disparadas desde la plaza del Rey San Fernando, el Mirador, La Flora, Fernán González, Castilfalé, el MEH, Santa Águeda, Nuño Rasura y algún que otro rincón singular de esos que nos gusta guardarnos para uno mismo. Es realmente increíble cómo un monumento con el que nos hemos topado miles de veces puede seguir sorprendiéndonos cada vez que lo vemos.

He perdido la cuenta de las noches que, paseando por la calle Asunción de Nuestra Señora, he levantado la vista y se me ha escapado en alto un «j*, qué bonita»; las mañanas que, de camino a la universidad, se me ha girado la cabeza mirando el templo desde el puente San Pablo mientras el autobús avanzaba demasiado rápido; las veces que se me ha abierto la boca mirando como una tonta la altura de las agujas.

Una de las pocas buenas cosas que me ha dado la pandemia ha sido la de visitar la catedral vacía, en silencio, moviéndome y parándome donde yo quería. Durante el tiempo que ha permanecido cerrada he tenido el privilegio de patearla en varias ocasiones, de entrevistar en su interior a unas cuantas personas con las que, durante unos minutos, compartía el lujo de tenerla a ella en exclusiva.

Siempre digo que es imposible sacarla fea. Cada rincón, cada piedra y cada detalle la hacen única a ella y a quien la mira. Da igual si la acompaña un día nublado, soleado o lluvioso, la luz que irradia es digna de cualquier portada.

El rincón más bonito del mundo, el orgullo de sus paisanos, dueña y señora de nuestra tierra, cumple hoy 800 años. Feliz octavo centenario, Catedral de Burgos.