Martín García Barbadillo

Plaza Mayor

Martín García Barbadillo


Constantinopla

27/07/2020

Hace años bastaba con saberse de memoria el DNI para andar por la vida. Es un número complicado, de 8 cifras, pero a fuerza de ponerlo en diferentes impresos uno se lo aprendía tan pronto como en la adolescencia. El asunto tenía una ventaja suprema: el número no variaba desde la expedición del documento hasta, huyamos de eufemismos, la tumba.
Ahora, en el mundo moderno, son imprescindibles contraseñas para casi todo: acceder al correo electrónico, la banca on line, la aplicación de la compañía del móvil, el aula virtual del niño… La tecnología no ha conseguido aun un código único que permita llegar a todos estos servicios; algo así como un DNI que sirva para entrar en todo, sea invariable, personal y, por supuesto, seguro. En el camino hacia esa utopía, lo que si hacen los expertos es tratar de mejorar precisamente la seguridad, o eso dicen… El caso es que, cada poco tiempo, estas aplicaciones le solicitan a uno que cambie su contraseña para hacerla inexpugnable. En un ejercicio de sagacidad notable, las mías, como las de muchos están relacionadas con el nombre y la fecha de nacimiento de mis hijos: fácil de recordar y no relacionadas con mis propios datos (indescifrable para cualquier ciberdelincuente o mangante de móviles). Pero cada nuevo requerimiento de modificación es más exigente y desafiante que el anterior. Así, unas veces te piden que la nueva contraseña tenga ocho dígitos e incluya mayúsculas; al mismo tiempo, tu banco electrónico ordena que contenga, al menos, dos cifras, mientras que la compañía de telefonía solicita como máximo 5 dígitos, uno de los cuales deberá ser un signo. Así, al menos para mí, es imposible. Una solución, según me señala entre condescendiente y aburrida mi hija, es guardarlas todas en las notas del móvil; un lugar, imagino, que no se le ocurriría chequear jamás a ningún ladrón de datos.
Queda la duda de si todo esto es necesario o una broma que nos gastan a los torpes una legión secreta de oscuros programadores. De ser así, solo pido un poco de compasión. Si, por el contrario, todo este lío es imprescindible, les pediría que se pusiesen las pilas por el bien de la humanidad. Yo solo quiero tener que recordar una misma contraseña para todo, y para que vean que no tengo nada que ocultar se la escribo aquí: ‘Constantinopla’, la empleada por el hipnotizador de ‘La maldición del escorpión de jade’, película de Woody Allen en la que este pájaro se apoderaba de la voluntad de sus víctimas en cuanto pronunciaba esa palabra y les empujaba a robar joyas. No me diga que no es bonito.
Salud y alegría.