Fue el jueves pasado. Se veía venir ya desde la amanecida, desde el fin de las sombras que en esta época del año sucede plenamente más tarde de las ocho de la mañana. Ni una nube manchaba el cielo, ninguna; salió un día de invierno burgalés canónico, uno de esos en los que la luz cae a chorro sobre el suelo y los que lo pisan, y se desparrama alimentado el espíritu (y el depósito de vitamina D). Me flipan los días así aquí. Fue el primero en lo que va de año, o al menos yo no soy capaz de recordar otro. Ya tocaba. Y, ¿qué quiere que le diga?, yo lo gocé como el regalo inesperado que fue, como ese pequeño giro al que hay que estar atento y pillarlo al vuelo.

Vagabundeé como un gato callejero, todo lo que pude, por las aceras iluminadas; me apoyé en paredes como si estuviera esperando a alguien solo para comprobar cómo me subía la temperatura y me bajaban los párpados hasta cerrarse los ojos mecidos por esos grados de más. Avancé con paso firme calle tras calle impulsado por esa fuerza astral que, básicos como somos, nos pone con su química. Y me tomé una cerveza en una terraza semicubierta mientras chupaba sol e imaginaba primaveras. Y  me acosté pensando que había tenido un buen día. Ya ve.

Ayer domingo, en este periódico, Juan José Laborda escribía sobre el estoicismo. Apuntaba que existe cierta tendencia a la vuelta a éticas de la sencillez y la sobriedad frente a la moral consumista que nos devora. Y seguí el consejo, hice el estoico, pero al sol, claro. Porque si, en este desierto vital que es el invierno burgalés, uno se encuentra el parabrisas del coche congelado, el sueldo congelado y, en ocasiones, el alma y las ganas también congeladas, ¿qué nos queda además de tratar de disfrutar de lo que venga, cuando venga y cómo venga? Sin más, sin hacer nada, sin gastar, solo estando a gustito y siendo conscientes de que lo estamos; suficiente. En estos tiempos no hay nada más revolucionario. Salud y alegría.