Ignacio Fernández

Ignacio Fernández

Periodista


Amapolas

28/05/2020

En Zamora, bajo la silueta de la sombra eterna de la catedral románica, allende el río, han florecido las amapolas en el año de la peste. Junto a las aceñas, donde el Duero se relame en su estampa más hermosa, una explosión de rojo brutal, luminiscente, despendola nuestros sentidos con un empujón de vitalidad esperanzada al final de la primavera más lúgubre.

Ayer, Urcacyl dijo que viene un cosechón. Está el campo bellísimo, superlativo de verde trigal, apareado con el amarillo de la colza, atravesado por caminos aledaños llenos de vida espontánea mientras la nuestra, la humana, penaba en el confinamiento los pecados de nuestra mala cabeza, mucha soberbia y poca prevención. El tiempo está divino y la naturaleza corresponde.

El campo está operando como un repositorio durante esta crisis, la gran despensa que no ha tenido “ertes”, que ha seguido fructificando mientras el resto de la civilización nos agazapabamos en nuestras huras domésticas. Las empresas del medio rural han sido el ralentí que ha permitido seguir alimentando a la población y generando recursos cuyo retorno ha hecho del medio rural un fortín inexpugnable a la crisis y, seguramente, el mejor de los lenitivos frente a la gran incógnita de las economías transnacionales del ovillo de la deslocalización. Lo decía anteayer Jesús Julio Carnero, Consejero de Agricultura: sostenibilidad alimentaria, sostenibilidad medioambiental, sostenibilidad económica. Probablemente esta sea la moraleja de la primavera de la peste.

Volvieron las amapolas a las aceñas, se tiñeron de rojo las orillas del padre Duero mientras los del lugar seguíamos debatiendonos por el dolor atroz de la pandemia. Ha pasado más veces en la historia y tendrá que pasar ahora de nuevo: hay que volver a cambiar de vida, que el campo es ancho y ancha es Castilla.