Manuel Juliá

EL TIEMPO Y LOS DADOS

Manuel Juliá

Periodista y escritor


Bello verano viejo

06/09/2021

Siempre que llegan los días del final del verano siento que cruzo una frontera que me lleva de la luz a la oscuridad. En la luz del verano están mis mejores recuerdos, aquellos en los que los abrazos y las risas, los besos y las alegrías, los viajes y los paseos nocturnos eran la soga para enlazar la amistad o el amor, muchas formas de amistad y otras tantas de amor. Aunque la noche nos envolvía, la luz de un gozo adolescente nos llenaba el pecho al grupo de chavales que jugábamos bajo las farolas a las cartas, o a contar historias íntimas o de miedo o de hazañas inmortales creadas por algún orador anónimo que alimentaba la imaginación colectiva. No queríamos que llegara la hora de volver a casa. El fresco de la noche nos despertaba la mente y nos mantenía lejos del sopor del día. El verano se consumía en nuestros dedos como una carta con la que ganar todas las partidas.
En la luz del verano están los atardeceres blancos, el olor a detergente y plancha de las camisas, el contento de respirar paseo arriba y abajo hasta descansar en el velador, al lado del frescor de la fuente tomando patatas bravas y calamares con la cerveza tan fría como el hielo. Los músicos ambulantes, con viejas guitarras y acordeones sucios, agradecían con fugaz servilismo las monedas que llegaban a su manta extendida. El griterío persistente de los niños en el jardín del juego, algunos salvajes en el tobogán y muchos atrevidos en el columpio era música y no ruido. Cuando llegaba la oscuridad nocturna las luces rojas y ámbar del tiovivo se apoderaban del parque, embellecían el espeso, y algo sucio, verdor de los setos, subían al cielo oscuro como una bruma grisácea. Toda la oscuridad que llegaba era otra luz. Otra luz más del verano concedida a los obreros en el corazón de la noche, la luz de la conversación sobre el pueblo, sus gentes, sobre amores y sombras, sobre el dolor de la pobreza y la alegría gratuita que nos entregaba el verano.
La voz del agua, mientras nado en la piscina, dando vueltas a mis asuntos, se despide de mí y me pregunta qué tal ha sido el verano. Le digo que he sido feliz, como casi todos los veranos de mi vida, porque no tengo conciencia de que algo malo me haya pasado en verano. Sí en invierno, en ese rudo invierno que, como dice Shakespeare, mata la flor, cuando se hielan los sueños y el corazón se encoge y llega la inmortal mortaja de la bruma (Proust). 
Se acaba el verano cuando septiembre es un heraldo de otro tiempo. Otro tiempo y otro espacio para la vida detrás de la luz de agosto, en la cortina del viento que se mueve para que nazca el otoño y pronto vengan las horas heladas.